DIRÁN algunos que aquellos asesinatos fueron “cosas del pasado”, que hay que mirar adelante y pasar página. Que, además, no fueron las únicas victimas de una guerra en la que, como en cualquier conflicto bélico, se produjeron injustos crímenes. Se podrá restar trascendencia a la brutalidad, a la notoriedad de los fusilados. Se podrá acusar a quienes recordamos esta fecha de ser repetitivos, cansinos o de pertenecer a los adoradores del pasado.

Pero nada de eso nos debe hacer que olvidemos la tragedia, que borremos de nuestra memoria colectiva el sacrificio humano de quienes perdieron lo más valioso que tenían, su vida, y el gesto heroico de su legado frente a la ignominiosa utilización de la violencia. Desentenderse del pasado sería como negar que la libertad que hoy disfrutamos se construyó con su sacrificio, con el tributo inmenso que pagaron en defensa de la democracia y de Euskadi, el país que nos acoge.

En estos días en los que nuestra sociedad renueva su representación institucional, en los que la normalidad democrática nos deja pactos, gobiernos, programas de legislatura, compromisos, etc, resulta necesario acudir al ejemplo de quienes como Lauaxeta o Espinosa lo dieron todo por el bien común. Su autoridad debe ser el espejo en el que nos sepamos reconciliar con la acción política digna. Con un compromiso colectivo conformado por valores humanos, en contraposición a tanto interés espurio e impostura como estamos observando en determinados ámbitos.

“Goiz eder honetan erail behar nabe txindor baten txintak gozotan naukela?” (¿En esta hermosa mañana con dulces trinos de un petirrojo me deben de matar?), fueron algunas de las últimas palabras de Estepan Urkiaga. Así comienza su poema -Azken oyua- escrito con el alma a escasas horas de enfrentarse a su ejecución sumarísima.

Tenía 32 años y a pesar de las gestiones realizadas por el Gobierno vasco para su liberación, Estepan Urkiaga, Lauaxeta, fue llevado ante un pelotón de fusilamiento y rematado posteriormente con un “tiro de gracia”. Dicen que las últimas horas de su corta vida las pasó escribiendo. A pesar de las dificultades de todo tipo que encontró al estar detenido -no disponía ni de papel para expresarse- se las ingenió para dirigir unas cartas a la familia (“Me voy al cielo, allí os espero”), a los amigos a los que pidió que dieran un beso a su madre de su parte. Y a su partido: “Muero por nacionalista vasco, porque amo con pasión a este desgraciado pueblo”.

El hoy considerado uno de los poetas líricos más importantes en lengua vasca fue un incansable activista nacionalista. Periodista, escritor, divulgador del euskera, Lauaxeta fue detenido por las fuerzas sublevadas tras una visita a Gernika para mostrar los horrores del bombardeo al corresponsal de guerra de un periódico francés. Hecho prisionero, fue encerrado en el convento de los carmelitas de Gasteiz, donde el 25 de junio de 1937 fue fusilado a los 32 años. Su profunda fe, la delicada sensibilidad de sus palabras y el firme compromiso con su patria -Euskadi- se constata en los escritos alumbrados instantes antes de ser ejecutado. Un testimonio que conmueve e impacta.

Apenas unas horas más tarde de la ejecución del poeta, en el mismo lugar, quien fuera primer consejero de Sanidad de Euskadi, Alfredo Espinosa, padecía la misma fatalidad. Espinosa nació en 1903 en Bilbao, en cuyo ayuntamiento trabajó como inspector de sanidad, médico y delegado de los servicios de higiene especial. Conocido como el “médico de los pobres” por la ayuda que prestaba a las clases más humildes de forma desinteresada, Espinosa participó en la creación del Partido Republicano Radical. En octubre de 1936 fue nombrado consejero de Sanidad del Gobierno vasco presidido por Jose Antonio Agirre.

Participó en la creación de la Facultad de Medicina de la Universidad Vasca, fundó la Cruz Roja del País Vasco, supervisó la evacuación de niños al extranjero, se ocupó de los refugiados, de las colonias infantiles, de los huérfanos de los milicianos, de las guarderías y de todos los establecimientos benéficos. Pero, sin duda, uno de los aspectos por los que más destacó fue por la mejora de las condiciones de vida de los presos. El 4 de enero de 1937, tras el asalto a las cárceles de Bilbao tras un bombardeo alemán, Espinosa se presentó en los penales con médicos y ambulancias para auxiliar y trasladar a los heridos en los asaltos.

El 11 de junio partió en el buque Warrior hacia Francia, junto a los niños del sanatorio de Górliz, para la compra de material sanitario para el Gobierno vasco. Durante su viaje se enteró de la caída de Bilbao, por lo que de inmediato quiso trasladarse a la península para reunirse con sus compañeros del Gobierno vasco. Con ese fin despegó de Toulouse el 21 de junio. Sin embargo, el avión que le transportaba aterrizó en la playa de Zarautz simulando una avería. La traición del piloto hizo que Espinosa fuera detenido. Trasladado y confinado en el convento de El Carmen de Vitoria, fue sometido a juicio sumarísimo. Sentenciado a muerte, sería fusilado el 26 de junio de 1937.

Al igual que Lauaxeta, Alfredo Espinosa consiguió escribir una sentida carta que hizo llegar al lehendakari Agirre. La misiva estremece. Resumidamente, dice así: “Mi querido amigo y compañero: Me dirijo a ti en nombre de todo el Gobierno momentos antes de ser ejecutado en la prisión de Vitoria (...) Quiero dirigirte un ruego antes de que vuelva al seno de la tierra y es el siguiente: cuando condenen los tribunales a alguno a muerte, mi voto, desde el otro mundo, es siempre por el indulto, pues pienso en que pueda tener madre o esposa e hijos y la terrible condena siempre la sufrirán personas inocentes. Pídeles tú a mis compañeros, en mi nombre, lo que yo te pido, y os suplico no ejerzáis represalias con los presos que hoy tenéis, pues bastante han sufrido como sufro yo. El que no esté procesado en estos momentos, ponerlo en libertad, sin que esto quiera decir que no estén vigilados (...) Dile a nuestro pueblo que un consejero del Gobierno muere como un valiente y que, gustoso, ofrenda su vida por la libertad del mismo. Diles, asimismo, que pienso en todos ellos con toda mi alma y que muero no por nada deshonroso sino todo lo contrario, por defender sus libertades y sus conquistas legítimamente ganadas en tantos años de lucha. Que mi muerte sirva de ejemplo y de algo útil en esta lucha cruel y horrible.

Termino, pues no tengo tiempo para más, pues falta muy poco tiempo para la ejecución. Háblales a todos de la virtud del deber cumplido y diles que es preferible la muerte a traicionar las virtudes y el alma de una raza.

Nada más, querido amigo y siempre Presidente. Un abrazo muy fuerte y ¡Gora Euzkadi! y ¡Viva la República! Cuando la historia nos juzgue a todos, sabrán que nosotros hicimos lo indecible por evitar la muerte a los presos y por conservar el respeto absoluto a toda idea opuesta a la nuestra. Te abrazo hasta siempre”.

En un tiempo de valores líquidos, de comportamiento superficial y frívolo, merece la pena recobrar el horizonte del que algunos venimos. Por eso, Lauaxeta, Espinosa u otros muchos son la garantía de otra manera de entender la acción política. Política con mayúsculas. Política de verdad. Política de convivencia, de respeto.

La irrupción de la extrema derecha en la política del Estado, la sinvergonzada del negacionismo histórico, el cuestionamiento de lacras como la violencia machista, o la defensa de la xenofobia no son una anécdota ni un mal sueño. Y lo es mucho menos cuando su discurso transgresor y lacerante lo han terminado comprando quienes hasta hace cuatro días pretendían darnos lecciones de “buenas prácticas” y de “regeneración política”. Además, en España siguen sin gobierno, a pesar de que las elecciones generales fueron en el mes de abril. El “patriotismo” de unos y otros bloquea una investidura. Por el contrario, en Euskadi, conformados ya los nuevos entes locales, Unai Rementeria y Markel Olano (en unos días Ramiro González) son ya diputados generales en gobiernos de coalición. Compromiso democrático al servicio de la gente, del país. En palabras de Lauaxeta, “Dana emon behar jako maite dan askatasunari”.