NO cabe duda de que los cambios sociales se han acelerado en las últimas décadas, fruto del cambio demográfico y de los avances tecnológicos que han derivado en un modelo de globalización económica. Pero, frente a este cambio en los sistemas sociales, encontramos diseños legales, servicios e instituciones que, aferrados al pasado, no dan respuestas a las nuevas necesidades que tales cambios generan.

Así, los sistemas de representación política que configuran las instituciones, creados hace muchos años, no encajan con los medios tecnológicos para recoger opiniones y sugerir cambios. Así, la calle y la prensa son las herramientas más eficaces para conseguir las cosas. Por ello crecen las iniciativas populares que ocupan las redes sociales y la desafección política aumenta, sobre todo entre los jóvenes.

También cambian -y lo harán más aún en el futuro- las relaciones entre individuos a causa de la diversidad de culturas, estilos de vida y principios de quienes con nosotros trabajan o conviven. Frente a colectivos humanos más o menos cerrados en razón de territorio, religión y modos de vida, propios del mundo rural, hemos pasado a una variedad de tipos de personas con estilos de vida, costumbres y modos de pensar diversos, en el modelo urbano de vida.

Hasta ahora, lo normal era que los miembros de una comunidad poseyeran unos contenidos culturales homogéneos, vinculados a un espacio territorial histórico. Hoy, lo normal es la movilidad de las personas, el modo de vida urbano, la diversidad cultural y la internacionalización de los grupos laborales. Las diferentes reglas morales en relación a los comportamientos desestabilizan la convivencia y conducen a colisiones de segregación, exclusión y enquistamiento entre los colectivos. La respuesta de cada una de las comunidades es el retraimiento en busca de la seguridad con los suyos. Este fenómeno se aprecia en la fuerza que adquieren los grupos populistas que prosperan en todos los países.

Las reglas morales colectivas -fruto de muchos años de convivencia cerrada- han servido para regular los comportamientos sin crear conflictos. Pero al convivir hoy reglas morales distintas no se puede esperar en el corto plazo la homogeneización ni la asimilación de otras culturas. Esto requiere largos periodos de convivencia. Seguramente, el camino corto pase por un modelo de relación basado en la reciprocidad. La reciprocidad entendida como la correspondencia en los comportamientos, que va desde lo más pequeño hasta lo más grande. Desde el saludo matutino hasta el contrato equilibrado de una hipoteca, desde el ceder un asiento a un mayor al compromiso político o empresarial.

Un mínimo exigible, pero insuficiente Lo transversal será el terreno de juego de la convivencia, ante el fenómeno de la diversidad. Las tecnologías ahora emergentes pueden ser un buen instrumento para esta transformación. Se trata de saber transcurrir de una sociedad jerárquica, vertical y de islotes, a una sociedad más horizontal, en un entorno socialmente amable de reciprocidad compartida,

Las reglas que nos hemos dado de lo homogéneo, de la ética de los iguales saltan por los aires pues no somos iguales, ni siquiera en los mismos grupos sociales. Sí que lo somos en los mínimos de respeto a la persona, su dignidad y derechos que se citan en las declaraciones universales de derechos. Pero estos mínimos, exigibles en todo caso, no son suficientes para la construcción de una convivencia fructífera en la diversidad.

Aunque todo esto parece de sentido común, los modelos de relación que construimos y admitimos en lo cotidiano son en su mayoría asimétricos o no recíprocos. Por ejemplo, reivindicamos el uso de los espacios públicos comunes, pero no los cuidamos personalmente; exigimos respeto, pero no lo ejercemos con los demás; asumimos responsabilidades y queremos solo prerrogativas por ello; demandamos formación, pero no vinculamos el compromiso personal a los resultados.

Decimos que la reciprocidad debe ser amable por dos motivos:

El primero es que el inicio de este juego humano empieza dando a la espera de respuesta equivalente. Es la única manera de construir. De ser así, se recrece el contenido de la reciprocidad y ambas partes progresan.

El segundo motivo es que debe contener constantemente intercambios positivos para las dos partes, generando así mayores dosis de confianza mutua.

Pero también la reciprocidad tiene su cara negativa, individual y colectiva. Cuando es individual, la respuesta a una agresión debe ser la expresión asertiva del daño y la corrección proporcional de la misma por quien corresponda. No hacerlo conduce a una repetición, consolidación del dominio y agravamiento del daño.

Un cambio de actitud Cuando las relaciones son de conflicto sin corrección y sin el consiguiente cambio de actitud, llegamos a una escalada que termina siempre mal para las dos partes. El paso de la conflictividad a la reciprocidad amable requiere de un cambio de actitud, de un agente mediador y de un cambio de interlocutores, si el conflicto es entre colectivos. La reciprocidad no busca la igualdad sino la equidad y proporcionalidad en las relaciones, por lo tanto incorpora la diversidad como realidad ventajosa y no la considera un obstáculo, porque el objetivo no es la homogeneidad.

En todo cambio cultural, proponerlo y decirlo es fácil, pero las dinámicas de transformación son muy lentas salvo grandes traumas colectivos, nunca deseables. Como en todo camino largo, no es poco el avance si las decisiones de cada día se encararan en la dirección correcta. Educar en la reciprocidad es el comienzo, frente a educar en la competición. Aplicar la reciprocidad es el camino en una sociedad donde los códigos morales locales, labrados durante muchos años, no van a permitir una convivencia constructiva ni sensata. Ya no hay que ser tolerante, sino tolerable. Ya no importan cuáles son las ideas o creencias propias, sino los comportamientos con los demás, y cuánto de valiosos, equilibrados y recíprocos son los que de ellos se reciben.