PARECÍA que esta constante histórica había remitido a partir de la última década del pasado siglo y la primera de este, periodo en el que empezaba a apreciarse una tendencia que, aunque fuese de forma difusa y contradictoria, apuntaba hacia la posibilidad de alcanzar una cierta normalidad institucional. Pero los acontecimientos que han venido sucediéndose últimamente -Venezuela es la muestra más expresiva de ello, aunque no la única- son suficientemente ilustrativos de las dificultades que siguen existiendo para conseguir hacer realidad la estabilidad institucional en los países de Latinoamérica.

Tampoco son ninguna novedad las tentativas golpistas en Venezuela. Baste reseñar el Carmonazo (así denominado por el nombre -Carmona- de quien iba a ocupar la jefatura del Estado tras el derrocamiento del presidente Chávez) de 2002; y con anterioridad, durante el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez (1988-1993), las tentativas, también fallidas, de dos golpes (en febrero y en noviembre) en 1992, precedidos por el Caracazo de 1989 (con un saldo de casi trescientos muertos). A lo que habría que añadir, en fechas más recientes, el cúmulo de irregularidades (por emplear un término suave) constitucionales que, tanto por parte del gobierno como de la oposición, se han venido sucediendo estos últimos años y que han conducido a la situación de enconada crisis institucional a la que se ha llegado, en la que resulta realmente difícil hallar alguna salida razonable.

Lo que sí es una auténtica novedad es la forma como ha tenido lugar el experimento de golpe que se está desarrollando en este momento en el país caribeño, en el que concurren una serie de hechos inéditos cuya singularidad no deja de llamar la atención. Ya sabemos que la tipología de los golpes de Estado es muy variada, que no todos son iguales e incluso que hasta puede haber golpes buenos en el sentido de que pueden servir para abrir camino hacia la democracia; como ocurrió, por poner un ejemplo cercano, con el MFA y la Revolución de los claveles en Portugal (1974). Conviene examinar, en todo caso, los términos en que se plantea cada golpe concreto, sobre todo cuando presenta características tan singulares, para así poder tener una comprensión de lo que ocurre ajustada a la realidad de los hechos, que en el caso que nos ocupa no dejan de ser llamativos.

Una primera novedad es la pretensión, por parte de los protagonistas de la operación golpista, de hacerla pasar poco menos que por un ineludible imperativo constitucional, en virtud del cual la propia Constitución obligaría al presidente de la Asamblea Nacional a asumir la titularidad de la Presidencia de la República, al estar esta usurpada por su actual titular. Se ha invocado para ello el artículo 233, y asimismo el 333 y 350, que, se lean como se lean y se interpreten como se interpreten, no hay forma de extraer de ellos la conclusión de que el presidente de la Asamblea Nacional puede pasar a convertirse por autoproclamación en el “Presidente encargado” de la República. No deja de ser curiosa, por otra parte, esta invocación del texto constitucional bolivariano (que, dicho sea de paso, no es precisamente ningún modelo de referencia constitucional) por parte de quienes han venido siendo sus mayores detractores, para justificar una actitud manifiestamente anticonstitucional.

Una segunda novedad, no menos llamativa que la anterior, es la no intervención (al menos hasta ahora) del Ejército, que siempre es el actor principal en todo golpe de Estado. Ello no supone, sin embargo, que se haya excluido el recurso a la utilización de la fuerza militar para quebrar el sistema institucional existente (que es la definición del golpe de Estado) sino que, en esta ocasión, al no contar con la colaboración de las FF.AA. propias, se recurre a la amenaza, nada irreal, de intervención exterior. Se trata de un proceder que no solo no excluye el uso de la fuerza sino que cualifica la naturaleza del golpe al requerir la intervención de una potencia extranjera, que obviamente no puede ser otra que EE.UU.; como, por otra parte, no dejan de poner de manifiesto el comportamiento y las manifestaciones públicas de sus autoridades.

Otra novedad que no deja de ser bastante sorprendente es la actitud de la Unión Europea, que desde el primer momento ha ido a remolque de los acontecimientos, limitándose a secundar las posiciones norteamericanas. En este sentido, la UE ha perdido una buena oportunidad para afirmarse como un protagonista con personalidad propia en la escena internacional y, en particular, en las relaciones con los países latinoamericanos, jugando un papel mediador (que es lo que más se echa en falta) que ayudase a buscar salidas razonables al enconado conflicto existente en Venezuela. Por el contrario, el papel jugado por la UE en esta crisis, a diferencia de otras ocasiones, no ha pasado de representar el más gregario seguidismo de las decisiones adoptadas unilateralmente desde Washington por la Administración Trump.

En estrecha relación con la ausencia de toda actitud mediadora por parte de la UE, el comportamiento del Gobierno español se ha limitado a seguir la misma deriva, plegándose por completo a las directrices marcadas desde Washington, lo que en el caso español resulta especialmente significativo dado el lugar clave que ocupa -y el cualificado papel que por ello puede jugar- en las relaciones de Europa con los países latinoamericanos. De nada sirven, a la vista de los hechos, las declaraciones autojustificatorias del gobierno (en particular de la del presidente Sánchez del 4 de febrero) por mucho que en esta ocasión puedan contar con una amplia cobertura mediática que no deja de llamar la atención en algunos casos.

Pero más allá de los comentarios que puedan hacerse sobre las peculiares novedades que se dan en torno a la actual crisis política e institucional venezolana, lo cierto es que esta está planteada en unos términos que hacen muy difícil encontrar alguna salida viable. A ello han contribuido decisivamente los principales protagonistas del conflicto, tanto por parte del gobierno como de la oposición, con la actitud que han venido manteniendo hasta ahora, causante de la extrema polarización que enfrenta a la sociedad venezolana y que, de persistir, solo puede conducir al cierre definitivo de toda posible vía de solución. Solo si hay voluntad de abrir otra dinámica distinta, basada en la necesidad de llegar a acuerdos, aunque sean de mínimos, entre los sectores hoy enfrentados, sería posible no ya hallar la solución total de la crisis pero sí al menos situarnos en el camino para conseguirlo.

Dada la correlación de fuerzas existente hoy en Venezuela, tal y como nos muestran los hechos y las movilizaciones populares a favor y en contra del gobierno y de la oposición, no es nada razonable pretender que la solución de la crisis pueda venir por la imposición de las posiciones propias sobre las de los oponentes; a no ser que se crea que la solución sea el recurso a un acto de fuerza con todas las consecuencias (en cuyo caso no hay nada que hablar). Si, por el contrario, se opta por una salida que evite el recurso a la fuerza, una mediación entre las partes enfrentadas, que en el estado en que se encuentran las cosas en este momento necesariamente tendría que ser exterior a los contendientes venezolanos, podría ser la vía más razonable para tratar de encarrilar la difícil situación actual; o, cuando menos, para evitar que empeore más.

No hay ningún motivo para sentirse optimista sobre la posibilidad de que pueda darse una mediación real y efectiva; que es el papel que podía, y debía, haber jugado la UE y en su seno, de forma muy especial por razones obvias, España. Conviene advertir de todas formas, para finalizar, que las crisis y los conflictos no se solucionan nunca mediante la imposición de medidas unilaterales a la parte contraria con la pretensión de zanjar así definitivamente el asunto. Y conviene también ser conscientes de que no siendo precisamente envidiable la situación por la que atraviesa actualmente Venezuela, todo lo que puede empeorar (y en Venezuela se dan todas las condiciones para ello en este momento) acaba empeorando? si no se ponen los medios adecuados para evitarlo. Y siempre se está a tiempo de evitar lo peor.