A finales de 2018 las Naciones Unidas ofrecían unos datos terribles sobre Venezuela. Según FAO, casi el 10% de la población, unos 4 millones de personas, está subalimentado. Las cifras empiezan a bordear el desastre humanitario y amenazan con desestabilizar una región que ya es inestable. Hace unos días, Unicef incluía por primera vez a Venezuela en la lista de emergencias para la infancia. Es inconcebible, e indignante, que haya niños que pasen hambre en un país petrolero. El bloqueo de EE.UU. explica en parte el desabastecimiento, pero hay otra parte que tampoco puede olvidarse y que tiene que ver con la ineptitud en la gestión pública y la corrupción.

En los últimos años se calcula que unos tres millones de personas han abandonado el país. La gran mayoría se han instalado en los países cercanos, sobre todo en Brasil y Colombia, pero también llegan aquí. La emigración venezolana a Euskadi no ha dejado de crecer en los últimos años. Hace ya un par de meses Iñaki Anasagasti me daba el dato de que en la actualidad hay más de diez mil venezolanos en Euskadi, dos mil solo en Bilbao. Y que llegan en condiciones terribles, precisando de todo.

La situación en Venezuela es preocupante desde hace tiempo y el estallido de la tensión social solo ha comenzado. Sin embargo, fuera de Venezuela una buena parte de los comentaristas enfocan la cuestión de forma ideológica. La mayor parte de quienes se sitúan en la izquierda apoyan al régimen de Nicolás Maduro, o lanzan críticas muy medidas, haciendo ver los intereses norteamericanos y occidentales en derribar a uno de los últimos regímenes socialistas del mundo. Por el contrario, quienes se sitúan en la derecha abominan del régimen venezolano, precisamente por esa razón, y exigen la salida inmediata del actual gobierno.

Pero, ¿y los venezolanos y venezolanas? ¿Cómo viven? ¿Qué esperan que pase? ¿Qué expectativas tienen sobre el futuro? ¿Cómo se les puede ayudar desde fuera? ¿Cualquier acción que hagamos desde aquí será una injerencia en sus asuntos? No son preguntas fáciles. A veces, para responder a estas cuestiones es bueno recordar qué pensábamos nosotros cuando estuvimos en situaciones parecidas. Para quienes se desentienden del asunto, porque Venezuela está muy lejos, conviene recordar que el lehendakari Aguirre pudo sostener su gobierno gracias al dinero que le enviaban una y otra vez, cada vez que lo precisaba, los vascos de Venezuela. La causa vasca resistió las cuatro décadas de exilio gracias al dinero de la diáspora y de forma muy especial a los fondos que llegaban sistemáticamente de Venezuela. No debemos olvidarlo.

Tampoco deberíamos olvidar el anhelo de libertad, la esperanza de democracia, que tuvimos los vascos en aquella época tenebrosa de los fascismos. Y la frustración, la absoluta desesperación, al ver que las potencias, todas sin excepción, iban reconociendo al régimen franquista. Los vascos quedamos abandonados a nuestra suerte. No contó la participación activa en la guerra ni nuestro compromiso con los valores humanistas y con la democracia. Miles de vascos arriesgaron sus vidas para ayudar a los aliados a vencer en la guerra mundial. El Gobierno vasco dedicó increíbles esfuerzos para conseguir información que ayudase a ganar la guerra. Incluso se preparó un protocolo secreto por el que, si España se hubiese decidido a colaborar con los nazis, cientos de capitanes vascos conducirían sus buques a Escandinavia para evitar que el Eje los usase en su esfuerzo de guerra. Toda esa gente comprometida se jugó la vida porque creía en unos valores. Pero quienes decían defenderlos, el famoso “mundo libre”, nos dejaron tirados. Primó la realpolitik, los intereses, la ideología. Había muchas razones para explicar lo que pasó, se intentó justificar de muchas formas. Había intereses más amplios, geopolítica, visión global. Pero la verdad es que nada puede empañar aquella vergüenza. Los vascos nos sentimos traicionados; y con razón.

Exactamente por todos esos motivos ahora no podemos abandonar al pueblo venezolano, a los millones de personas que solo quieren llegar al supermercado y encontrar alimentos, que solo anhelan que los corruptos sean encarcelados, que únicamente aspiran a una vida digna, a cosas sencillas -pero a la vez grandiosas- como poder elegir a sus representantes y cambiarlos cuando lo deseen o saber que si alguien toca el timbre de casa a las seis de la mañana solo puede ser el lechero.

Decir que Maduro debe irse, que debe haber elecciones limpias y que la actual élite gobernante debe dejar de interpretar constantemente la ley en su favor o detener opositores y periodistas, todo esto, no es liberal o socialista, es pura decencia democrática. La llegada de Hugo Chávez al poder fue absolutamente necesaria, logró lo imposible: que quienes siempre habían estado subordinados de pronto sintieron el país como suyo porque pudieron, al fin, gobernarlo. Aquella oligarquía corrupta y ensoberbecida debía abandonar el poder y lo hizo a través de las urnas. El comandante Chávez venció limpiamente en muchas elecciones. Nunca les tuvo miedo a las urnas, ni siquiera a mitad de mandato, algo inédito hasta entonces. Fue capaz de convencer a una amplia mayoría social y consiguió incluso reformar la Constitución. A través de la palabra, del compromiso y de la ilusión consiguió transformar el país. Él mostró la forma de hacer una revolución decente.

Lo que Venezuela tiene ahora no es una revolución socialista ni bolivariana. Es un sistema inepto, cada vez menos democrático y cada vez más corrupto. Digan lo que digan que son. En la historia ha habido dictaduras de izquierda y de derecha. Pero lo que importa no es lo que un gobierno dice, sino lo que hace. Y los hechos del actual gobierno no son democráticos. Apenas nadie en el mundo defiende al régimen de Maduro. Cuando Rusia apoya a Maduro no lo hace por sus convicciones democráticas o ideológicas, sino por el mismo tipo de intereses que defiende Trump: influencia en la región, acceso al petróleo, etc. Ambos son igual de mezquinos. Todos hablan de valores, pero el pueblo venezolano hace unos años que no ha tenido unas elecciones realmente libres. Varios millones de venezolanos han votado con sus pies y han huido del país en busca de una vida mejor. Además, el pueblo comienza a pasar hambre. Y cuando llega el hambre, es lo urgente y lo único importante.

La crisis es complicadísima. No tenemos toda la información y es muy posible que poderosos intereses traten de aprovechar cualquier transición para imponer su modelo de sociedad y rapiñar los recursos de Venezuela. Todo eso es cierto. Pero la situación en el país es insostenible y si fuese venezolano me gustaría sentirme arropado por el resto de países, poder votar nuevos representantes y abordar -lo más unidos que se pueda- los retos del futuro inmediato. No me gustaría que los venezolanos sintieran la soledad y la frustración que sentimos los vascos cuando las potencias nos dejaron abandonados a nuestra suerte y legitimaron a Franco. En este sentido, me parecen muy generosas e inteligentes las palabras del presidente interino, Juan Guaidó. Por un lado, ofrece una amnistía al presidente Maduro, con lo que demuestra estar más interesado en arreglar la situación que en exigir responsabilidades. Por otro, descarta el riesgo de una guerra civil, apelando al diálogo y a unas nuevas elecciones que permitan conocer exactamente la voluntad del pueblo venezolano. Ojalá tengan suerte.