FUE, en palabras de José Ortega y Gasset, uno de los intelectuales españoles más influyentes de su tiempo. Una mente “aguda, clara, tenaz y sistemática; en suma, un talento científico de primer orden”. Gregorio Marañón alabó su cultura, su ingenio y “una despierta y fina perspicacia, que llenaba de un especial encanto a cuantas cuestiones eran tratadas por él, científicas o no”. Su maestro Santiago Ramón y Cajal destacó su contribución “de altísimo valor” al esclarecimiento anatómico de numerosas enfermedades nerviosas y mentales, como la rabia, el alcoholismo, la parálisis progresiva, los tumores cerebrales o la demencia precoz y senil. Su paisano Miguel de Unamuno, que le dio clases de latín cuando tenía diez años en el antiguo Instituto Vizcaíno de Segunda Enseñanza, anotó que había en su ánimo “un poso de resignada tristeza”; “acaso el paisaje y la música sustituían en él a otros altísimos consuelos trascendentes que había perdido en su peregrinación por la ciencia”. Su amigo Juan Ramón Jiménez, con quien compartió en Madrid casa, lecturas y excursiones dominicales a la sierra de Guadarrama, le puso de mote la aurora, “porque donde él entraba, parecía que entrara el primer sol”. “Alegre, dinámico, inquieto y bueno”. Así veía el poeta a Nicolás Achúcarro y Lund (Bilbao, 1880-Getxo, 1918), el intelectual y hombre de ciencia cuya labor en la neurobiología marcó el punto de partida del desarrollo de algunas disciplinas médicas en la España del primer tercio del siglo XX.
Nicolás era el mayor de los hijos del matrimonio formado por Aniceto Achúcarro y Juana Lund. Su padre era oftalmólogo del hospital de Atxuri y su madre pertenecía a una distinguida familia noruega afincada en Bilbao. Un tío de Nicolás, Severino Achúcarro, fue un afamado arquitecto, autor entre otros edificios del Palacio de la Libertad (hoy biblioteca municipal) en la calle Bidebarrieta y del hospital psiquiátrico de Bermeo.
Nicolás se educó en Alemania y después entró en contacto con la Institución Libre de Enseñanza, donde trató a Francisco Giner de los Ríos, que fue quien le presentó a Luis Simarro, médico socialista y masón que le orientó hacia la psiquiatría y la neurología.
Terminada la carrera de Medicina y el doctorado en Madrid con las máximas calificaciones, recibió una pensión de la Junta de Ampliación de Estudios para completar su formación en Alemania, Italia, Francia e Inglaterra, junto a especialistas como Pierre Marie o Alois Alzheimer. Este médico alemán, que en 1906 diagnosticó por primera vez la enfermedad que lleva su nombre, fue quien recomendó a Achúcarro para la plaza de director del laboratorio de anatomía patológica del hospital psiquiátrico de Washington. “Yo no puedo ir, pero les envío a un joven que, a pesar de su juventud, vale tanto como yo”, contestó a la comisión estadounidense que le pedía que partiese para América.
Así, entre 1908 y 1910, Achúcarro residió en Washington, donde su trabajo fue pronto muy valorado y llegó a asistir a una recepción ofrecida por el presidente Theodore Roosevelt en la Casa Blanca. Con apenas 30 años, participó en la Enciclopedia de Histología e Histopatología de la Corteza Cerebral, dirigida por el célebre profesor Nissl, en la que redactó el capítulo dedicado a la rabia. De vuelta a España, la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas le encargó la organización de un laboratorio de histopatología del sistema nervioso, que luego fue una sección del Instituto de Investigaciones Biológicas dirigido por Ramón y Cajal.
En enero de 1911 se casó con su prima Dolores Artajo, Lola. El matrimonio se instaló en un pisito de la acera de sol de la calle Lista, donde el doctor abrió su consulta madrileña. En estas fechas culminó sus investigaciones sobre la coloración microscópica con el hallazgo de un método original, mediante el uso del tanino y la plata amoniacal. El llamado método Achúcarro se empleó en poco tiempo en los laboratorios de todo el mundo, al ser el más adecuado para teñir la neuroglia sana y enferma y, en especial, la reticulina. En 1912 volvió a Estados Unidos para dar una serie de cursos sobre enfermedades mentales en la Universidad de Fordham (Nueva York), que le nombró doctor honoris causa.
Su pericia clínica le permitió diagnosticar a Cajal una arterioesclerosis cerebral y a él mismo la enfermedad de Hodgkin, leucemia linfocítica que declaró sus primeros síntomas en 1915. Tras una enfermedad durísima falleció el 23 de abril de 1918, hoy hace un siglo, en su casa de Neguri, a la edad de 37 años.
Siguiendo su estela, el centro de investigación en neurociencias que lleva su nombre en el parque científico de Leioa, junto al campus de la UPV, desarrolla investigaciones sobre la neuroglia y sus funciones en el cerebro normal y en enfermedades neurodegenerativas como el alzheimer, el parkinson o la esclerosis múltiple. Las 82 personas de nueve países diferentes que actualmente conforman el centro trabajan con la ambición de convertir Bilbao y Bizkaia en referente mundial en este campo. Es el mejor homenaje que podemos rendir a Nicolás Achúcarro en su centenario.