SE dice que la primera pelota utilizada en la aguerrida Britannia, territorio al que se atribuye la paternidad del fútbol, fue la cabeza de un soldado romano muerto en el año 55 a. C. en plena refriega entre bretones y las legiones invasoras de Julio César (Épica y lírica del fútbol, Julián García Candau. Alianza Ed., 1996). Cabe suponer que si la cuna de este deporte fue Inglaterra, también lo sea la violencia que lo circunda.
En efecto, se le apodó la “enfermedad inglesa” debido a la mala fama de sus hooligans cuando saltaban al continente para animar a su club o al equipo nacional. Los antecedentes parecen verosímiles: en plena Revolución Industrial, la prensa británica ya asociaba el término hooligan a la creciente ola de marginalidad que se abatía sobre los suburbios de los grandes núcleos urbanos. Desde entonces, este vocablo corrió parejo a una determinada forma de ser, a un argot, incluso a ser sinónimo de gente excluida del sistema.
Sin embargo, lo más turbador es que la actual violencia en el fútbol, potenciada por la globalización y el ascenso fulgurante de las tecnologías de la comunicación, se ha propagado a lo largo del planeta con la misma virulencia que la gripe española de 1918. Ya no es un fenómeno inglés, ahora es un miasma universal que poco o nada tiene que ver con el espíritu de este deporte, como acabamos de observar en los recientes incidentes de San Mamés? y con el Mundial de Rusia 2018 en ciernes.
Cierto que el problema no es nuevo, ahí están los incidentes de Burdeos en la Copa del Mundo de 1934, los de Berna en la Copa del 54, los de Santiago de Chile del 62, o el desastre del Estadio Heysel en 1985, en el que perecieron asfixiados 39 aficionados en la final de la Copa de Europa entre el Liverpool y la Juventus de Turín. Con todo, lo sorprendente es el incremento de su radicalización, la traslación de los altercados más allá del terreno de juego y la cada vez mayor correlación entre fútbol y explosiones fanáticas y tumultuarias, a veces con la complicidad deliberada de grupos de poder sin ninguna vinculación con el deporte.
Una estética de confrontación Eso sí, cabe reconocer que el gran potencial mediático que hay detrás de un acontecimiento deportivo trascendente, utiliza para su promoción una estética que, más que el evento futbolístico, sugiere una suerte de confrontación bélica. Con un pequeño ejercicio de memoria, cualquiera recuerda esos anuncios en televisión en los que se ve a unos curtidos futbolistas de expresión torva, más parecidos a las milicias de Viriato que a los integrantes de un equipo de fútbol, acompañados de eslóganes exaltados que se arrojan al compás de una sintonía épica y todo con el fin de hacer diana en el flanco más emocional del sufrido hincha. Lo que lleva a pensar que, con violencia o sin ella, el fútbol es uno de los mayores negocios que hoy día alimenta las fauces de la economía mundial.
Pero la cuestión sigue siendo por qué este deporte, o mejor dicho, este espectáculo de masas,se ha radicalizado de ese modo en los últimos tiempos, llegando a rebasar el terreno de la competición, e incluso a incidir en las relaciones diplomáticas entre países. Es difícil no estar de acuerdo con el hecho de que el fútbol de élite ha tomado una deriva alarmante, sobre todo desde la década de los 80, cuando el despistado de Francis Fukuyama auguraba un mundo pletórico de racionalidad y civilización.
Reconozcamos también que todo lo que gira alrededor del mismo es una gran industria que se muestra sobre la base de un vínculo identitario con el seguidor, en el que prima el polo de las pasiones, de modo que, más que un evento deportivo, se convierte en un refugio que permite trazar con facilidad una frontera entre el “nosotros” y el “ellos”. Un aficionado siempre hablará en primera persona del plural cuando se refiere a su club de fútbol, jamás dirá “mi equipo va a ganar”, sino “vamos a ganar”. Y es que no hay nada más rentable a la hora de mercadear que la identidad referida al grupo de pertenencia.
Si no una explicación, sí al menos una posible reflexión sobre este fenómeno estaría en admitir que, tras el derrumbe de las ideologías, donde las viejas certezas se han volatilizado y donde cada día que amanece surge la sombra de una nueva crisis, ya sea económica, política, humanitaria o sistémica, el fútbol se ha convertido en un valor que dota de una sólida identidad al individuo, potenciando un “nosotros” que se prolonga más allá del terreno de juego.
Representación simbólica El fútbol es una de las motivaciones más pasionales a la hora de mostrar el sentido de pertenencia, una identidad colectiva que se traduce en 90 minutos, pero que se prolonga en las calles de cualquier ciudad mediante actos que no tienen relación con el evento deportivo en cuestión.
Como es de suponer, la violencia se territorializa porque ocurre en un espacio determinado y la violencia en el fútbol, más que cualquier otra, tiende a connotar ese territorio con cargas emocionales e imaginarios colectivos. La representación simbólica de los equipos vinculada a la nación, la ideología, a regiones o ciudades, son una forma en que lo social y lo fútbolístico trenzan un tejido común, algo sencillo de comprobar en la polémica Copa del Rey, donde los actos reivindicativos de sus aficiones trascienden el hecho puramente deportivo.
Más aún, en torno a la pasada competición europea, los graves altercados desatados entre seguidores de Rusia, Inglaterra, Turquía o Croacia estallaron en enfrentamientos de corte nacionalista ajenos a los eventos deportivos que pusieron en riesgo a sus respectivas selecciones, amenazadas con ser expulsadas de la competicion.
En este caso, el fútbol, más que un fin en sí mismo, es el pretexto, el acicate que caldea la marmita de las pasiones o de las frustraciones más primarias, el antídoto que mejor combate la alienación en nuestro espacio global, en definitiva, una de las mejores metáforas que describe nuestro presente.
Por supuesto, nada hay contrario a este deporte. Pocas expresiones me parecen más vibrantes que un gol aclamado en la solemnidad de un estadio. Pero el fútbol, convertido en fenómeno de masas, no puede ser ajeno a las contingencias sociales, políticas, económicas y emocionales del presente y, como tal, refleja la calidad civilizatoria de sus habitantes.