A mi hija pequeña, Olentzero le trajo las pasadas navidades en mi casa unas entradas para ir a ver el espectáculo Soy Luna, de Disney. Obviamente, eran dos, una para ella y otra para mí, porque una niña de 8 años no puede entrar sola a un pabellón de baloncesto donde hay otras 20.000 personas. Olen-tzero es sabio. A veces.
Acudimos a la cita y, una vez acomodados en nuestros asientos, a nuestra izquierda se sentó una niña de unos 10 años con su madre. La criatura estaba visiblemente enfurruñada y de la discusión entre las dos entendí el motivo de su enfado: consideraba inaceptable estar en la grada mientras había gente que estaba en la pista, mucho más cerca de los artistas. Es cierto que nuestras entradas eran las más económicas, pero parece evidente que algunos olentzeros consideran suficiente gastar 70 eurazos en un regalo de Navidad, mientras que otros son más generosos, más pudientes o las dos cosas. O ninguna de las dos. El caso es que la pobre madre intentaba convencer a su hija de que lo importante era estar ahí y poder disfrutar del espectáculo y cuando este comenzó hizo lo que estuvo en su mano para divertirse por las dos, coreando las canciones, bailando, aplaudiendo y haciendo la ola a los patinadores, cantantes y músicos del espectáculo, mientras que a la nena el cabreo, cruzada de brazos y con la cara llegándole al suelo, le duró hasta la cuarta o quinta canción. Entonces se debió dar cuenta de que tenía delante un espectáculo de luz y sonido bastante conseguido en el que actuaban los protagonistas de su serie de televisión favorita. O tal vez simplemente se aburrió de aburrirse y decidió empezar a disfrutar el momento.
Los regalos de Dudley Yo no pude evitar acordarme de Dudley Dursley, el odioso primo de Harry Potter que, en la primera entrega de la saga, coge un enorme berrinche al constatar que el día de su cumpleaños había recibido tan solo 36 regalos, mientras que el año anterior había recibido 37. La reacción de sus padres no fue otra que salir perdiendo el culo a comprar los dos regalos más que conseguirían superar la marca del año anterior, evitando que su angelito se sintiese frustrado. El caso de Dudley puede parecer una parodia, pero si lo pensamos bien, no lo es tanto.
Pocos habrán sido los que no se hayan visto invitados alguna vez a un cumpleaños en el que el homenajeado recibía tal vez no los 38 regalos de Dudley pero sí un número que ronde la veintena, lo que a mí al menos se me antoja como un número desorbitado. ¿Quién no conoce a niños a los que este último año Olentzero, Papá Noel o los Reyes Magos no les hayan traído al menos media docena o más de regalos en casa, más otros tantos entre las casas de aitite y amama, tíos y tías, padrinos, madrinas y otros grados varios de parentesco y amistad? Es sabido que los reyes son magos y por lo tanto lo deberían saber todo, o casi todo, pero yo creo que hay un concepto que no siempre tienen claro: no sé qué les hace pensar que enviar muchos regalos a un niño le hace automáticamente más feliz.
Hay muchos especialistas que afirman que es más bien lo contrario. De hecho se habla del síndrome del niño hiperregalado. Niños que, a fuerza de recibir cantidades industriales de regalos en las fechas señaladas, se vuelven inconformistas, insaciables, egoístas, desagradecidos, eternamente frustrados, malhumorados, caprichosos, superficiales, vagos y, sobre todo, monumentalmente aburridos. Y ninguno de esos adjetivos me hace la más mínima gracia. Tienen tantos juguetes que acaban no jugando con ninguno y las pocas horas que les deja libre el consumo desmesurado de televisión y videojuegos las matan lamentando no tener un muñeco articulado que ande solo, o un dron que lance misiles de verdad.
Cuando hice la primera comunión, me regalaron el consabido reloj Casio y el galeón pirata de los Clicks. El reloj me importaba un churro, la verdad, pero llevaba meses soñando con tener mi galeón. Y cuando lo tuve fui, durante un ratito, el niño más feliz del mundo. Me da un poco de miedo pensar cuántos niños, lejos de haber sido los más felices por recibir determinado regalo, habrán sido los más infelices porque no han recibido uno más grande, o más rápido, o de la marca tocada por la varita de la moda. A cuántos niños les habrán llevado a ver un espectáculo de su serie favorita y, lejos de agradecerlo, se habrán enfadado por no ser los que estén en primera fila.
Y vamos a peor No se trata de fomentar el conformismo. Al contrario. La búsqueda de algo mejor es siempre legítima. Pero creo que también es legítimo que los niños aprendan que no es posible tenerlo todo, ni siquiera es deseable. Que hay que pelear por lo que se quiere, y que esto no siempre viene llovido del cielo. Que vivimos en un mundo enormemente mejorable y mientras que hay niños que en nuestro occidente rico sufren porque la sudadera que le han regalado no es de una marca determinada, hay niños de la misma edad en la otra punta del mundo que sudan para fabricarla en condiciones de semiesclavitud. Nunca ha habido en la historia una generación que tenga más, y paradójicamente nunca ha habido niños más insatisfechos. Y vamos a peor.
El concepto de que no todo puede ser aquí y ahora es algo ajeno a los niños de hoy en día. Y no es culpa suya, claro. No abogo por volver a las cavernas, pero hace unas pocas décadas había un montón de actividades cotidianas que requerían de un proceso, y de una espera. Si querías llamar por teléfono y no estabas en casa, tenías que buscar una cabina. Y podía suceder, ¡horror!, que la persona a la que buscabas no estuviese tampoco en su casa y tuvieses que esperar a que le dieran el recado. Si querías ver la televisión, tenías que estar en tu salón -nada de tele en el cuarto- y para ver una serie infantil había que esperar a que llegase la media hora de Espinete y Don Pimpón. Eso si no había fútbol por la noche porque si lo había la quitaban para que les cuadrasen los horarios (habría que ver si el fenómeno separatista de Catalunya no es achacable al odio que despertó la selección española entre una generación entera de niños porque les robaba ocasionalmente su única media hora al día de entretenimiento televisivo). Si querías un regalo determinado tenías que currártelo y portarte bien, porque si no, sabías que a lo mejor el regalo esperado no te llegaba. Y a veces no tenías más remedio que estar en un sitio determinado un tiempo -en un tren, en una visita a una gente que casi no conocías o en la cola del médico- y estarte quieto y aburrirte. Y tampoco pasaba nada. A veces, te aburrías, lo que hasta donde yo sé no es mortal de necesidad. Otras veces mirabas por la ventana o, si eras afortunado, tenías a mano un tebeo. Y en ocasiones te ponías a jugar en tu cabeza y desarrollabas músculos que no se ven y que mueven cosas como la imaginación, la creatividad y la inventiva.
Muchos niños de hoy no se aburren. Pero vuelvo a no creer que sean por eso más felices. Si hay que coger el metro, se le planta una tableta delante de la nariz para que vea dibujitos y no dé la lata. Me da bastante pánico pensar que cientos de miles de niños están creciendo ajenos al concepto de que, simple y llanamente, a veces hay que fastidiarse, esperar, aburrirse, ejercitar la paciencia. Estoy a años luz del concepto ultracatólico de la vida como sufrimiento y resignación, del valle de lágrimas, pero para ser feliz de adulto hay que aprender de niño que a veces no puedes tenerlo todo. Es simple.
Y vendrán los conflictos Muchos niños de hoy no imaginan. Ellos no son dueños de sus juguetes, sino que los juguetes son dueños de ellos. Lejos están los tiempos en que te podías convertir, metiéndote en la piel de un muñeco articulado, hoy en pirata, mañana en indio y al día siguiente en submarinista. Ahora eres todos los días un cazador de zombis virtuales que les mete zambombazos con una pistola de laser protónico frente a la pantalla gigante de la televisión inteligente de tu cuarto. La imaginación queda tan aparcada como el ejercicio físico. Mal asunto.
Muchos niños de hoy no agradecen los regalos recibidos, más bien lamentan no tener más. No valoran lo mucho que tienen y no lo disfrutan; simplemente se enojan por no tenerlo todo. Y además acaban creyendo que tenerlo todo es poco menos que un derecho inalienable del niño, como lo es la educación, el alimento o la seguridad. En algún momento de su vida se cruzarán con alguien que les diga que las cosas no pueden ser siempre tal y como ellos las quieren y entonces vendrán los conflictos. Y ya veremos cómo serán de gordos.
Por supuesto las consecuencias medioambientales de todo esto son igual de graves, o más, que la creación de oleadas enteras de Dudleys Dursleys. Pero bueno, hoy he querido hablar de esos niños que, por supuesto, son víctimas de todo esto, ya que no se les da la oportunidad de conocer alternativa alguna al hiperregalo. De esos niños que, por encima de todo, dudo seriamente de que sean más felices de aquellos que reciben en ocasiones regalos, ciertamente, pero manejados de manera consciente. Pobres niños hiperregalados.