VIVIMOS tiempos convulsos, a nadie se le escapa esta obviedad. Hace días, un artículo de prensa que versaba acerca de los dimes y diretes del affaire catalán, traía a colación la entrevista que un periodista norteamericano efectuó a Francisco Franco Bahamonde pocos años después de finalizar la Guerra Civil española. Al parecer, durante la entrevista el periodista tuvo el interés por conocer cómo se podía gobernar un país roto tras una guerra fratricida, desubicado en el contexto internacional, etc. quizás en la confianza de conocer cuáles eran las artimañas de las que se valía semejante déspota, como medio para conocer la verdadera faz del dictador. Y el ínclito aseveró que no era una cuestión complicada la del gobierno de la España reconquistada. El secreto (según dicen que respondió) se encontraba en tener únicamente dos bandejas sobre su mesa de trabajo. Una de ellas con los asuntos resueltos, así los denominaba, y la otra con las cuestiones que resolvería la historia. De este modo, él solamente se encargaba de pasar los papeles de una bandeja a otra.

Este modus operandi me recordó ciertamente el modo de actuación actual en torno a una cuestión peliaguda en nuestra pangea globalizada, y no me refiero al affaire catalán precisamente, sino a las dos líneas argumentales que dividen el discurso político actual, en torno a las denominadas posiciones liberales y aquellas otras que propugnan las tesis de la justicia global y/o de justicia social. No pretendo abrumar con argumentos para sostener una u otra y entrar en esta batalla ideológica, hay suficientes autores que defienden una y otra forma de pensar. Normalmente ante cualquier diatriba como la que nos ocupa, mantener posturas extremas e irreconciliables no suele ser lo más recomendable. Cuando se negocia, hay dos opciones que todos conocemos: o se es parte de la solución del problema o automáticamente se convierte uno en parte del problema. Además, es un hecho que en nuestra sociedad las desigualdades han ido aumentando. Se trata de una realidad incuestionable. La desigualdad nace con nosotros pues hay factores que determinarán nuestro mayor o menor éxito en el devenir de nuestra efímera existencia, lo que no viene dado por el tesón que cada uno de nosotros pongamos en juego, o por nuestras capacidades innatas, sino por una serie de factores o elementos exógenos que determinarán nuestro mayor o menor éxito profesional, nuestras posibilidades de acceder a una mejor formación, salud, etc. Las condiciones de partida son, pues, las que determinan el éxito de un individuo sobre otro. Todo ello a mi entender supone una clara quiebra del elemental principio de equidad y de justicia.

Somos parte del problema Pues bien, en este contexto ideológico nos hemos movido durante el siglo XX y en él seguimos durante nuestro actual siglo XXI. Hemos decidido que este tema lo resolverá la historia, o nos lo resolverán otros, y parece que a nadie le toca ponerse a trabajar en una verdadera solución. Nos hemos convertido en parte del problema. No ambiciono decantarme acerca de qué línea argumental me parece más o menos acertada, es decir, si la escuela de Chicago partidaria del liberalismo dentro de ciertos límites de acción, o el padre del llamado milagro alemán, Ludwing Edhart, estaban o no en lo cierto, frente a otros, como Joseph Stiglitz, que propugnan recetas en torno a la idea de que otro mundo es posible, de que se puede lograr una sociedad más justa y más acorde a unos valores de equidad. En esta batalla de las ideas participan los comerciantes de las ideas, que no generan conceptos, sino que recogen los que surgen del mundo académico o intelectual, adoptándolas a un ideario político. Nuestros políticos son pues negociantes de ideas que presentan en un formato de siglas para que las compremos cada cuatro años.

Pero, ¿estamos los ciudadanos lo suficientemente capacitados para actuar dentro de un sistema democrático, que nos exige compromisos? ¿Tenemos los ciudadanos los suficientes atributos que nos hagan dignos partícipes de un sistema democrático? Hoy día, el concepto de ciudadanía universal ha supuesto una extensión de la democracia, entendida esta como el gobierno del pueblo. ¿Pero qué supone realmente vivir en un sistema democrático? Desde luego, vivir en democracia no puede entenderse como una vida aliada con el desapego emocional, todo lo contrario, debe significar vivir apegado a unos valores que han de guiar nuestra actuación y también, cómo no, hacer frente a una serie de obligaciones y deberes. En la medida en la que nos desentendamos de ello, nos convertimos en un fraude, emulando al hombre sin atributos de Robert Musil. Todos tenemos como ciudadanos una serie de deberes morales y políticos que han de contribuir a que nuestra comunidad política sea más justa. Sin todo ello, sin ese ejercicio consciente y consecuente de derechos y deberes, todo nuestro sistema se convierte en algo vacuo, en postureo, y los derechos dejan de ser operativos debido a una falta de compromiso.

Es cierto que cada vez existen mayores obligaciones y exigencias que van incluso más allá de nuestra propia comunidad política, llegando estas incluso de fuera del Estado. La incertidumbre de un mundo globalizado e interconectado hace que esta tarea no devenga sencilla. No obstante, se debe evitar caer en el oportunismo sencillo de pensar que el ciudadano nada puede hacer, porque no puede oponerse a lo inevitable, o lo que es lo mismo, dar por bueno lo que Sartre denominaba como evidencia no persuasiva, o nueva forma de “verdad” creada por la mala fe.

En la Euskadi de posguerra alguien pensó, y mantuvo, que los compromisos a los que me he referido verdaderamente existían y que había que actuar. Me refiero a José María Arizmendiarrieta, máximo valedor ideológico del movimiento cooperativista vasco, ampliamente estudiado pero pocas veces reverenciado como vía de solución a esa división paralizante en la que nos encontramos inmersos. Arizmendiarreta entendió, al igual que otros pensadores de la época, que el sistema moderno de pensamiento que giraba en torno a las concepciones liberales y las concernidas en torno a sistemas comunistas y/o de reparto igualitario eran opciones no viables, pues ambas, desde posiciones contrapuestas, demostraban (y siguen haciéndolo) su incapacidad para resolver la cuestión social de cómo lograr que las sociedades sean más justas, equilibradas y más fraternales o, como han definido algunos, cómo se puede encauzar el deber de fraternidad global del ser humano como elemento de unión de visones antagónicas.

Vivimos en un mundo que es menester superar y cambiar por otro y ello se debe y se puede hacer. Para ello, Arizmendiarrieta recoge postulados de ambas ideologías, pero rompiendo con ellas en favor de nuevos criterios e ideas. El medio, el motor, de ese cambio vendrá propiciado por las personas a través de la transformación moral de los individuos que integrarán un nuevo modelo de organización empresarial. Se trata de los modelos cooperativos. Ello requiere, por un lado, de una constante capacitación de los trabajadores, pues se entiende que de la socialización del saber llegará la auténtica democratización del poder. Por otro lado, el compromiso será también una pieza clave, concretándose en la aceptación de la solidaridad y la ayuda mutua.

El capital como instrumento Las cooperativas no pueden prescindir del capital como recurso inestimable que garantiza su competitividad y su eficacia. Pero se trata de un instrumento al servicio de la doble condición de trabajador-propietario. Este nuevo esquema de trabajo y organización empresarial se encuentra perfectamente vertebrado en torno a la gestión democrática de las organizaciones.

La aceptación del modelo cooperativista significa creer en la solidaridad. Esta exige un compromiso permanente por parte de todos los miembros. La cooperación y la ayuda mutua son manifestaciones del principio de la solidaridad y suponen la máxima expresión del principio cooperativista, sin él no podemos hablar de gestión cooperativista de alternativa al modelo de gestión empresarial de corte tradicional. Es precisamente este magma el que debe impregnar nuestra sociedad y nuestros valores sociales para generar de este modo un acervo social mediante el que seamos capaces de exigir y naturalizar dicho principio, en el plano de la gestión macroeconómica, en los mecanismos de ajuste en los mercados, en la distribución de beneficios, del crédito, etc.

Poseemos la receta y la experiencia empírica que demuestra que otra vía es posible. Somos capaces de evitar que sea la historia quien pase página o quien establezca cuándo este desequilibrio -por el cual, en palabras de Joseph Stiglitz, el 1% de la población tiene lo que el 99% necesita- pase de la bandeja de temas por resolver a la de temas resueltos.