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La cosificación de las mujeres

eN el siglo XXI, la ética y la moral parecen tener un carácter provisional e indoloro, hasta el punto de que, proclamada por Nietzsche la muerte de Dios, la historia tiende a considerar como máximo valor la libertad sin restricciones, lo que equivale a decir que nada está prohibido. Esta ética insensible y sin obligaciones nos conduce a anacronismos difíciles de entender, pues el machismo es una inclinación de postrimerías, que amanece y resiste con fuerza residual justo cuando el feminismo y sus luchas lo están convirtiendo en chatarra de desguace. En efecto, cuando parece que se acaricia la igualdad legal y fáctica entre mujeres y hombres, determinados roles de género atribuidos a las mujeres las siguen cosificando, reificación que no es inocua en sus consecuencias, pues la cultura masculina dominante a las que están sujetas no solo resulta perturbadora sino que la mistificación puede ser tal que muchas mujeres se comportan con estereotipos machistas, entorpeciendo paradójicamente la lucha por la emancipación de su propio género.

La cosificación supone el acto de representar o tratar a una persona como a un objeto, una cosa sin conciencia y sin cualidades intelectuales y personales que, por tanto, puede ser usada como uno desee. Si bien el concepto de cosificación u objetivación de las mujeres surgió con el feminismo de la década de los años 70, Thorstein Veblen, en el siglo XIX, ya denunció la humillación patriarcal de la mujer, su posición de criada y objeto de ostentación, reliquia, según él, del estadio de los cazadores y guerreros. En efecto, el confort y protección que se concedían a las mujeres no eran más que signos que tenían como objeto poner de relieve el estatus de su amo. La dependencia en que la sociedad patriarcal ha mantenido a las mujeres con respecto al hombre las ha mutilado hasta tal punto que apenas han tenido, como sujetos, parte esencial en el desarrollo histórico. Sin embargo, es hoy en día, bajo el imperio de la relatividad y la sacralización de la opinión sin apenas sustento argumental, cuando la cosificación de las mujeres se ha vuelto más relevante, pues en una sociedad devorada por el consumismo, las mujeres han pasado a convertirse en mercancías dedicadas al disfrute del hombre y de mujeres que como hombres piensan. La consideración de objeto, en ocasiones casi imperceptible, a la que se somete a las mujeres, se expresa a través de la publicidad, las revistas del corazón, las series de televisión, el cine o la literatura, cosificación que se transforma en violencia cuando sus cuerpos son objeto de consumo en el libre mercado. En este sentido, las mujeres no han quedado excluidas del ámbito de la producción sino para verse engullidas por la esfera del consumo, encadenadas a la inmediatez del mundo de la compra venta de mercancías. Mientras los hombres están ligados al beneficio económico, las mujeres son identificadas con la mercancía. “El hombre es un lobo para el hombre”, decía Hobbes. Hoy, este hecho, sin dejar de ser cierto, se ha transformado en el hombre es un lobo para las mujeres. El hombre es reconocido, para dicha suya, como autónomo por una conciencia, la de las mujeres, que él, a su vez, no reconoce como autónoma. Es obvio que si una subjetividad es negada como tal, pierde su justificación, pues lo cosificado está privado de sentido propio. Esta fatal carencia de sentido, esta forzosa reificación de las mujeres, las convierte en supuesta propiedad privada de los hombres, lo que de alguna forma remeda la relación hegeliana amo y esclavo, analogía que se halla en el origen de dos graves problemas de la actual mercantilización del cuerpo de las mujeres, como son la prostitución y los vientres de alquiler. Ante este hecho, neoliberales y algunas gentes que se dicen de izquierdas les ofrecen una estética salida: su acceso a la palabra y a la libertad de decidir, pero ocultan que esa libertad incluye la degradante posibilidad de volver a enajenarse en una nueva y sofisticada forma de esclavitud.

Ante este fraudulento embauque, las mujeres no tienen, finalmente, otra salida que la insurrección, que no es otra cosa que la negación de ser objeto y propiedad de nadie. El riesgo no está tanto en el acto de la sublevación, sino en lo que exige su rebelión, que es ser reconocida como subjetividad plenamente libre. Ante este acto de manumisión, el hombre recurre a la sofocación de tan onerosa rebeldía, lo que conduce a la violencia de género, que sería el tercer grave problema de las mujeres en pleno siglo XXI. En definitiva, enrarecido el ambiente con un discurso patriarcal, hecho de aire viciado y panoplias propias de verdugos, que sigue viendo a la mujer como una insustancial anatomía, lleva a muchos desalmados a aprovecharse sexualmente de mujeres, a violarlas, a prostituirlas e incluso a matarlas, porque se niegan a ser un simple objeto propiedad del hombre. Quizá, salvando las obvias distancias, habría que preguntar a los hombres que sufren el paro de larga duración, han agotado el subsidio de desempleo y no albergan esperanza alguna de encontrar trabajo, si quieren, con todos los gastos pagados, ser libremente esclavos de algún amo acaudalado y cuidadoso, aunque para ello tengan que renunciar a sus derechos como ciudadanos libres. Obviamente, la pregunta es inmoral en sí misma.