EL reto de las políticas en materia de pensiones consiste en garantizar un sistema sostenible desde el punto de vista financiero que permita que la gente mayor disfrute de un nivel de vida digno como consecuencia de su independencia económica. Y con ese objeto acaba de finalizar la primera fase del llamado Pacto de Toledo, en cuya comisión del Congreso se han celebrado multitud de comparecencias de expertos, autoridades y representantes de diferentes sectores sociales (36, si no recuerdo mal). Toca ahora interiorizar la información recibida e iniciar una fase de valoración de las medidas implantadas, así como proponer las recomendaciones en aras a garantizar que el sistema público de pensiones siga siendo intergeneracional y sostenible, solidario y suficiente, y eficaz como herramienta de equilibrio social.

El principal desafío al que hacer frente con carácter estructural es el del cambio demográfico que se traduce en la llegada de un número cada vez mayor de personas a la jubilación -la llamada generación del baby boom-, lo que unido a la mayor longevidad va a provocar un incremento del gasto. Y hacerlo garantizando además que quienes reciban mañana sus pensiones lo hagan en cuantías suficientes y que quienes hoy coticen tengan la certeza -y no solo esperanza- de que mañana serán ellos los beneficiarios de un sistema de similares características.

Por otro lado, y con carácter coyuntural pero igualmente común al espacio europeo, está la crisis económica que ha condicionado la capacidad financiera de los Estados y, en algunos casos, ha sido utilizada como herramienta de contención de gasto y consolidación fiscal. Ello nos obliga a repensar las fuentes de financiación, ya que los sistemas de pensiones basados en el reparto se ven afectados por la caída del empleo y por el descenso de las cotizaciones y los sistemas complementarios se ven afectados por la caída de los rendimientos financieros.

La reforma de las pensiones en la gran mayoría de Estados miembros de la Unión Europea ha sido dirigida a potenciar la sostenibilidad de los sistemas de pensiones. El crecimiento exponencial de la población como consecuencia de situaciones de bonanza económica ha sido una característica de la Europa de posguerra; también de la España franquista con algo más de una década de retraso al abrigo del desarrollismo de los años 60. En dicho sentido, llevan razón quienes apuntan a que en España concurre otra circunstancia añadida que hace más urgente la necesidad de medidas suplementarias para garantizar no solo la supervivencia del sistema sino la dignidad de las pensiones. Aquellas que deban abordar la precariedad laboral que impide la continuidad y calidad en las llamadas “carreras de cotización” y la devaluación del poder adquisitivo de las pensiones de no modificar los efectos de alguna reforma anterior.

Medidas comunes a todo el entorno europeo frente a la primera cuestión y a las que en parte hace frente la reforma del 2011 son el recurso a la prolongación de la edad de jubilación hasta los 67 años e incluso más, como el cómputo de cada vez mayor tiempo de cotización para obtener una pensión completa que, como la penalización de las prejubilaciones, pretende vincular la cuantía de la pensión a una mayor duración de la vida laboral. Si bien también hay que decir que, por desgracia, dicho debate tiene como reverso -al que no podemos ser ajenos- el nivel de desocupación y cobertura de la población mayor de 52-55 años, que supone la diferencia cualitativa más importante y negativa del sistema español. Si pretendemos garantizar la sostenibilidad del sistema en la prolongación o duración de la vida laboral, estamos obligados a fomentar la empleabilidad de las situaciones de mayor vulnerabilidad, entre las cuales se encuentra el de la población de mayor edad y peor posibilidad de integración laboral. Otras son las políticas familiares de impulso de tasas de natalidad en aras a procurar una población joven más numerosa, capaz a su vez de actuar como generación de reeemplazo, o el de una política migratoria acorde no solo a razones de justicia social sino incluso como medida para hacer frente al reto demográfico. Pero también la del favorecimiento de trabajos menos precarios, más eficaces desde el punto de vista de su contributividad al sistema de reparto y menos onerosos al evitar el coste de políticas sustitutivas del empleo.

Hay otros aspectos respecto de los que actuó la reforma del año 2013 de forma un tanto diferenciada a los de nuestro entorno europeo ya que si bien es común introducir algún factor vinculado a la sostenibilidad del sistema o la concreción de algún índice de revalorización de las pensiones, en ningún país como en España dichos factores han conducido -como han señalado los expertos de forma unánime- a la incertidumbre de lo que se vaya a percibir como pensión el día de la jubilación y ninguno devalúa tanto la cuantía de la pensión inicial a lo largo de los años hasta hacerlo irreconocible en momentos de mayor vejez y por tanto de mayor necesidad. Cabría citar como otro de los aspectos el del envejecimiento activo.

Conviene aquí explicar la importancia algo más que estadística del mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones. Al inicio del período de crisis, el nivel de gasto en pensiones públicas apenas alcanzaba en España el 10% del PIB. Hoy día, las pensiones públicas suponen el 12,6% del PIB. ¿Quiere eso decir que las pensiones han crecido? Rotundamente no, si bien el mantenimiento de las cuantías de las pensiones hace que su peso relativo frente a los salarios y resto del tejido productivo aparenta que hayan ganado algo. Lo cierto es, como relataba un representante de Cáritas en su comparecencia, que el sistema público de pensiones ha permitido evitar situaciones de pobreza a cerca del 45% de la población, es decir, que gracias a las pensiones de los mayores buena parte de las familias han podido evitar entrar en situación de pobreza. De ahí la importancia no solo económica, sino también social, de mantener un sistema público de pensiones y la garantía de su poder adquisitivo como herramienta de cohesión social.

Es en dicho marco donde cobra sentido el debate sobre opciones y modelos existentes en nuestro entorno basados en el impulso del primer pilar y segundo pilar. Eso me llevaría a otra reflexión, paralela a la de este debate. El peso del gasto social en el conjunto de la CAPV ha de ser la suma de todos los factores que inciden en él, tanto en pensiones, en sistemas complementarios y en el de prestaciones no contributivas, e incluso de políticas de empleo, activas o pasivas. Es desde dicha perspectiva como cabe contemplar no solo la efectividad del traspaso de competencias de ejecución de la gestión económica de la Seguridad Social al amparo del artículo 18 del Estatuto de Gernika, sino también entender su viabilidad financiera, al margen incluso del debate político que debiera provocar la condición deficitaria del gasto social. Para otro momento.

Tomando en cuenta dichos antecedentes, no va a ser fácil acordar medidas en línea con el propósito descrito. Mi impresión personal es que el consenso entre partidos políticos se ha debilitado a partir de la reforma de 2013, lo que ha llevado en las primeras conversaciones a una aparente confrontación entre dos modelos: uno de gestión sostenible desde el punto de vista actuarial (ley de hierro) y otro sostenible de prioridad social (ley contractual). No es improbable que en dicho debate, y al margen incluso de comprobar que no existe un único modelo de pensiones en Europa, resulte necesario constatar rasgos comunes que permiten analizar la respuesta a problemas similares desde ópticas próximas. Y sin perder de vista la más próxima, la de la completa asunción de competencias en Euskadi, para la formulación de políticas sociales integrales propias.