CUANDO el PP llegó al gobierno, los asalariados producían un valor de 33 euros por cada hora que trabajaban y recibían en forma de salario 15,3 euros. Hoy, producen 35 euros por hora y reciben 15,5 euros de remuneración (a precios de 2010). Desde el gran batacazo de 2009, la producción por hora de trabajo ha aumentado en 3,5 euros, pero la compensación a los trabajadores solo ha progresado en medio euro por hora. En esa remuneración laboral, estancada desde hace un lustro, se incluyen todas las formas de salario: el salario pagado en nómina, el salario indirecto cobrado en forma de cotizaciones y el salario diferido, es decir el cobrado como indemnización por ruptura del contrato de trabajo, por incapacidad laboral sobrevenida o por jubilación.
En los años finales de la burbuja, cuando la economía española era capaz de generar más de 19 millones de empleos a tiempo completo, los trabajadores se llevaban en torno al 44,5% del valor que producían. Hoy, cuando apenas se generan 17 millones de empleos a tiempo completo, siguen recibiendo el mismo porcentaje o algo menos.
En 2002, la economía generó prácticamente el mismo número de puestos de trabajo a tiempo completo que hoy, entonces repartidos entre 17,7 millones de personas y hoy entre 18,5 millones; sin embargo, el salario relativo (relativo a la renta generada) era dos puntos mayor que ahora.
Pretender que existe una relación más o menos inversa entre el nivel de remuneración del trabajo asalariado y el volumen de empleo es poco menos que un artículo de fe. Sin embargo, pocos mantras neoliberales se repiten con más asiduidad por los expertos del sistema, en particular los que ejercen de intelectuales orgánicos del capital financiero. Así tenemos que oír, un día sí y otros también, a los responsables del Banco de España o a este o aquél tecnócrata del FMI, afirmar que los salarios son “demasiado altos”. La creciente sofisticación del mensaje se expresa ahora afirmando que los salarios directos quizá tengan que subir a medio plazo, pero a corto plazo hay que reducir los componentes indirecto y diferido de los mismos.
La osadía lleva a algunos a afirmar que existe una relación no ya entre el nivel del empleo y del salario, sino entre la calidad del empleo y el salario, de modo que a mayor coste, mayor precariedad y temporalidad. Poco importa que la evidencia sea justo la contraria, esto es, que la mayor estabilidad de los contratos en el sector público y en las grandes empresas se acompaña de niveles salariales más elevados. Convenientemente jaleados por los creadores de opinión, estas ideas disparatadas entran a formar parte de las políticas llamadas de “reforma estructural” por quienes únicamente aspiran a desestructurar definitivamente el mercado de trabajo.
Este tipo de afirmaciones no deja de sorprender, porque uno de los axiomas de los textos de economía financiera es que las cosas funcionan correctamente cuando a mayor riesgo se recibe mayor recompensa. Parece lógico que a mayor inestabilidad (riesgo) en los contratos, mayor sea la remuneración. Y así predican con el ejemplo, cuando se trata de su propia situación, todos los gestores del capital.
Se suele afirmar que “ya nadie puede aspirar a hacer lo mismo en el mismo sitio durante toda la vida”. La afirmación parece un poco gruesa, a poco que se compruebe que el 80% de la humanidad pasa casi toda su vida en la misma ciudad o territorio en el que nació o que la mayoría de la población mundial desarrolla casi toda su vida laboral en el mismo tipo de empleo. Pero a los profetas de la movilidad y el cambio permanente les sirve el discurso para recetarse por ejemplo un salario equivalente a, digamos, el salario medio que cobran treinta, setenta o 110 empleados de la empresa para la que trabajan, además de -¿por qué no? ya puestos?- algún milloncejo de acciones de la empresa en la que ocupan (temporalmente) un cargo de dirección. Todo por el riesgo que corren de perder a corto plazo el puesto de trabajo.
Poco importa que este tipo de prácticas se encuentre en el núcleo de las transformaciones que han llevado al desastre a las economías capitalistas desarrolladas, la denominada financiarización. Las participaciones de los gestores en el accionariado de empresas con las que solo les une un vínculo contractual a plazo más o menos determinado es lo que ha llevado a modificar la cultura empresarial, desde la perspectiva de consolidación a largo plazo de todos los activos, incluido el empleo, a la gestión de corto plazo que solo contempla la cotización en bolsa y los ratios financieros como indicador preferente de la remuneración del personal de dirección, faro y guía de su actuación.
La cultura del pelotazo, que forma parte del ADN empresarial de países como España, donde son contados los empresarios que mantienen una visión de permanencia, de consolidación en el territorio y de gestión productiva a largo plazo, compagina muy bien con la financiarización. Es sintomático que en cuarenta años de democracia capitalista española solo se hayan creado una empresa privada global (Inditex) y una empresa líder en su sector (Mercadona), practicando precisamente una cultura de empresa contraria a la cultura de la financiarización. El resto del escaso medio millar de empresas españolas con más de mil empleados o vienen de la época del franquismo o son resultado del saqueo del patrimonio público... o ambas cosas a la vez.
Según el parecer de los apologetas de la reforma, el riesgo que corren los trabajadores con contratos temporales o a tiempo parcial solo se debe compensar en los cargos de dirección porque todos estos expertos coinciden en que, si se garantiza que la cosa no va con ellos, la reforma laboral que reduce las compensaciones por despido va en la dirección correcta, una dirección cuyo horizonte final parece no ser otro que la eliminación completa de las compensaciones por perder el empleo o, mejor, la socialización de dichos costes, aplicando la máxima tan querida especialmente por el capital financiero de privatizar ganancias y socializar pérdidas.
Pero en el fondo de tanta desfachatez aparente anida una constatación que sí es real y que preocupa a los muñidores de reformas estructurales al uso: el problema parece ser que pese a la brutal desregulación e inseguridad jurídica inyectada en los contratos laborales (como el colesterol, parece que hay una inseguridad jurídica mala, la que pone en riesgo la rentabilidad del capital, y una inseguridad jurídica buena, la que pone en riesgo la rentabilidad del trabajo), la participación de los asalariados en el valor añadido parece mostrarse contumazmente estable en el entorno del 45%.
Por mucha propaganda que se lleve a cabo y mucha voz de autoridad con la que se sostenga, es muy difícil vender la idea de que los trabajadores deben cobrar sustancialmente menos para que los empresarios, incapaces de incrementar el valor añadido de su actividad, puedan amortizar mejor sus deudas con los bancos; por eso se disfraza el verdadero objetivo con la cortina de humo de la lucha contra el desempleo, contra la precariedad, o contra la vagancia. Todo vale con tal de disimular que se trata de un juego de imposturas en el que los que pierden y los que ganan son siempre los mismos.