HABLAR hoy día del estado del bienestar, de prosperidad y de derechos adquiridos es, en cierto sentido, una paradoja. Nunca antes se había cuestionado tanto la idea del progreso en las sociedades occidentales como ahora. Nuestro paraíso democrático y liberal, como dice Slavoj ?i?ek, no sin ironía, los argumentos que durante décadas creímos como el mejor orden social posible, tiene serias contradicciones. Cada vez vivimos más, ¿pero vivimos mejor? Uno de los síntomas de esos nuevos modos de vida es la soledad, en especial en los grandes núcleos urbanos, problema que podría llegar a convertirse en epidemia para 2030. Ignorada durante décadas o enmascarada por el individualismo que domina esta era, la soledad, tal y como pronostica John Cacioppo, director del Centro Cognitivo de Neurociencia Social de la Universidad de Chicago, puede tener graves consecuencias cognitivas y del comportamiento, como depresión, alcoholismo, agresividad y pensamientos suicidas. O provocar secuelas biológicas, como un mal funcionamiento del sistema inmunológico, incluso muerte prematura, lo que demuestra que hay relación entre una situación social (la soledad) y su correlato físico (la salud).
Decía John Donne, poeta del siglo XVII, que “ningún hombre es una isla completamente, es un pedazo de continente, una parte del todo”. Lo que sugiere que el mito de Robinson Crusoe no es otra cosa que una excelente ficción, a menos que hablemos de circunstancias de extrema supervivencia. El ser humano no tiene instinto gregario, pero aprende y desarrolla pautas que le capacitan para vivir en sociedad. Necesitamos de nuestros semejantes para poder alcanzar el equilibrio emocional, y la mejor forma de lograrlo es potenciar las relaciones sociales.
Hay personas que en el transcurso de su vida diaria experimentan un sentimiento de vacío insoportable cuando están solas. El impulso de encender casi de inmediato la televisión o un aparato de música al entrar en casa refleja la angustia que a veces produce la soledad. Eso puede revelar indicios de la existencia del problema. Cabe añadir que la soledad no se reduce únicamente al hecho de vivir solo. Puede también afectar a sujetos con escaso contacto familiar, sin amigos o con conflictos de pareja. De hecho, más de cuatro millones de españoles -casi uno de cada diez- afirman “sentirse solos” según el informe La soledad en España, promovido por la Fundación Axa y la Once.
Por otro lado, datos recientes también reflejan un aumento de las personas que viven solas voluntariamente en nuestro país. Los hogares unipersonales representan ya un 25% del total, según la última encuesta del Instituto Nacional de Estadística (INE). Buena parte de ese dato corresponde a una opción voluntaria, incluso deseada, consecuencia de modelos de vida más independientes y hedonistas. Si bien, estos casos suelen ir aparejados a gente de mediana edad, bien relacionada socialmente y de nivel económico desahogado.
Pero la soledad por imposición es un asunto bien distinto, sobre todo, en personas de la tercera edad y en países con altas expectativas de vida, como España. Lo que no deja de sorprender es que este incremento de la edad, producto de una innegable mejora de nuestro grado de prosperidad, no haya sido acertadamente gestionado por los distintos estamentos, desde el institucional hasta el familiar. Al margen de problemas derivados de la pirámide poblacional, la viabilidad del sistema de pensiones o de la macroeconomía, las personas de la tercera edad tendrán -tendremos- que afrontar serios retos psicosociales si no se afronta este desafío con medios e imaginación. Quizá una opción consista en incentivar mejores sistemas telemáticos supervisados por la atención primaria, en vez de costosos servicios hospitalarios, por no hablar de las residencias privadas. Las cifras son elocuentes: según el INE, 368.400 personas con más de 85 años viven solas en nuestro país. El perfil es el de una mujer octogenaria, con algún tipo de dependencia física, bajos ingresos, a veces en viviendas sin ascensor y con una pobre relación familiar o vecinal, lo que hace del problema un pasaporte al aislamiento.
Pero la soledad no discrimina la edad, también afecta a los adolescentes. Es sabido que en la era de Facebook, la tecnología se ha convertido en un medio inmejorable de conectar con los demás, rápido, sencillo y barato, y no solo a nivel doméstico, también la política parece haber descubierto ese canal como ágora ciudadano en el que expresar sus comunicados (lo que indica, una vez más, la categoría de los tipos en los que depositamos nuestra confianza).
Cuando la tecnología reemplaza las genuinas interacciones humanas, sobre todo en edades comprendidas entre los 16 y 24 años, esa relación virtual puede predisponer a una comunidad desintegrada que premia la cantidad por encima de la calidad, una extensa red de seguidores en las redes sociales en vez de potenciar la amistad real. Es entonces cuando los síntomas de la soledad pueden convertirse en un inseparable compañero de viaje.
Es fundamental rodearse de aquellos con los que puedas ser aceptado, reconocido y con confianza suficiente para compartir sentimientos. Sin cierto nivel de privacidad, las amistades dan lugar a relaciones superficiales, banales y engañosas. En un mundo tecnificado y complejo como el nuestro, pocas veces podemos remediar un problema sin echar mano de la farmacología o de los especialistas. Aquí sí. El mejor antídoto contra la soledad siguen siendo la familia y los amigos. De qué vale tener 200 seguidores en Facebook, si no tienes un colega con el que charlar.
De este breve periplo a través de la soledad, resulta revelador reconocer que este problema coincide bastante con el grado de complejidad de una sociedad avanzada. Dicho de otro modo, a mayor nivel de prosperidad, mayor índice de soledad, como sucede en Europa o EE.UU. Sin embargo, en África, paradigma del continente pobre y desigual, su organización social podría aportarnos algunos ejemplos en estos tiempos hipermodernos como son la importancia de las relaciones familiares extensas, la colectividad como base de la sociedad, la hospitalidad, la armonía con la naturaleza y el respeto reverencial a sus mayores. A veces deberíamos mirar también atrás y no quedarnos hipnóticamente fijos en lo que tenemos delante.