TENGO ante mí un ejemplar del diario Euzkadi del martes 14 de agosto de 1934 que cuenta casi de manera monográfica la tensa jornada que tuvo lugar la antevíspera en la mayoría de los ayuntamientos vascos. Ocupa la portada una impactante foto de la guardia de asalto entrando en la casa consistorial de Bilbao para tratar de impedir la celebración de un pleno municipal. El titular que abre la información a toda página es también sobrecogedor: “Setenta alcaldes detenidos por la fuerza pública”.

Se trataba de un gran movimiento de los alcaldes y concejales vascos en defensa del Concierto Económico, ya que se estaba tratando de aprobar en las Cortes españolas un estatuto del vino que impedía a las haciendas locales todo tipo de gravamen sobre consumo y circulación del vino, entre otras cuestiones. Se producía en un contexto en el que también el Parlament de Catalunya se sintió agredido tras la anulación meses atrás por parte del Tribunal de Garantías Constitucionales español de su Ley de Contratos de Cultivo, lo que supuso el abandono solidario de la minoría nacionalista vasca de las citadas Cortes.

La reacción de los representantes municipales vascos ante semejante ataque fue impresionante. Observando la impasibilidad de las gestoras que dirigían las diputaciones vascas, en manos de políticos radicales designados por Madrid, decidieron convocar plenos en los ayuntamientos para la elección de una comisión para la defensa del Concierto Económico y la autonomía municipal. No tardó en llegar la prohibición y la amenaza -cumplida en muchos casos- de impedir por la fuerza la celebración de los citados plenos y sus respectivas votaciones. Causa impacto leer en el diario arriba mencionado la durísima discusión entre el alcalde republicano de Bilbao, Ernesto Ercoreca, y el jefe de la brigada social, de apellido Aparicio. No menos emocionantes resultan las palabras del alcalde socialista de Eibar, Alejandro Tellería, quien desobedeciendo la orden gubernamental y haciendo frente a la Guardia Civil y los miqueletes allá presentes, consiguió que se votara: “¡Ciudadanos! Hemos celebrado la elección cumpliendo los deseos del pueblo vasco”.

Semanas más tarde, el 2 de septiembre, se celebró en Zumarraga la conocida asamblea de representantes municipales y parlamentarios vascos con numerosa presencia catalana manifestando su solidaridad. Aquella cita también contó con fuerte presencia policial y la prohibición expresa del gobierno, pero, presididos por el socialista Indalecio Prieto, decidieron desobedecer la orden y seguir adelante con la reunión.

Las consecuencias de aquel movimiento son harto conocidas: dimisión en bloque de centenares de alcaldes y concejales, ceses, detenciones, sanciones y juicios. El alcalde Ercoreca, por ejemplo, fue condenado por un delito de desobediencia. Los citados ayuntamientos fueron sustituidos por comisiones gestoras conformadas por radicales, derechistas, tradicionalistas... y también por algunos traidores, todo hay que decirlo. A pesar de un intento en 1935 para amnistiarlos, no fue hasta la victoria del Frente Popular de febrero de 1936 cuando estos representantes volvieron a los puestos para los que habían sido elegidos.

El recuerdo de la insumisión Seis décadas más tarde, emergió entre nosotros otro movimiento de alcaldes y concejales que, en manifiestos actos de desobediencia, se negaron a colaborar en el alistamiento de mozos para el servicio militar. Se sumaban así los políticos locales a un gran movimiento social a favor de la insumisión que terminó por lograr su principal objetivo, a saber, la desaparición del servicio militar obligatorio, no sin que muchos jóvenes tuvieran que pasar por prisión.

También en este caso se sucedieron actuaciones judiciales contra muchos de nuestros políticos locales: denuncias, juicios, sentencias, multas, inhabilitaciones... Uno recuerda haber acudido a algunos de estos juicios a mostrar la solidaridad con unos representantes públicos que decidieron primar la voz de su conciencia al cumplimiento estricto de la ley. Mi doble condición de insumiso (condenado a cárcel en 1994) y concejal (a partir de 1995) hacía crecer mi admiración hacia esos alcaldes desobedientes y las corporaciones que los respaldaban.

Es el de la desobediencia un debate recurrente entre nosotros, pero que ha cobrado especial fuerza con el juicio en Barcelona a Artur Mas, Joana Ortega e Irene Rigau. La potente imagen de centenares de alcaldes respaldándolos y los movimientos que más o menos difusamente se anuncian desde el soberanismo catalán presagian que será precisamente ese, el de la desobediencia, uno de los motores fundamentales de su actuación, con especial protagonismo de los cargos municipales. Y con ello se eternizarán las discusiones sobre legalidad, legitimidad, justicia y ética.

Tengo para mí que la desobediencia no tiene por qué ser mala ni buena per se. No puedo compartir la opinión de quienes equiparan plenamente legalidad con democracia y justicia; y de quienes, con la ley en la mano -bloqueando además de facto cualquier posibilidad de modificarla- impiden que se materialicen derechos tan básicos como el de decidir de un pueblo, como reclamaba aquel alcalde socialista de Eibar. Pero tampoco comparto la visión de quienes consideran la desobediencia como la panacea que todo lo resuelve, como el atajo mágico que nos lleva allá donde queremos. Sucede que, leyendo artículos y ponencias, escuchando ciertas declaraciones, tiene uno la sensación de que esa manera de ver las cosas está cada vez más instalada en un sector de nuestros representantes políticos.

Que se opte por la desobediencia puede ser un acto heroico, pero también puede devenir en patético. Puede significar el paso definitivo hacia grandes logros sociales y políticos o ser fuente de frustración que dure muchísimo tiempo. Puede ser supervivencia, pero puede suponer suicidio. Lo que la clase política debe hacer antes de tomar grandes decisiones es sobre todo mirar alrededor. Mirar cómo respira la sociedad, las mujeres y hombres que la conforman. Y uno no tiene claro que, aquí y ahora, estemos en condiciones de emprender estrategias miméticas a las catalanas, como insistentemente se nos propone.

La plena solidaridad que les ofrezco y la sana envidia que siento por muchísimas de las cosas que allá suceden no son argumentos suficientes para dibujar para nosotros el mismo camino. Eso sí, reconozco que a veces echo en falta que se explique con mayor nitidez cuál es el camino que aquí se nos propone, amén de deseables ponencias parlamentarias, actitudes dialogantes, propuestas transversales y apuestas nítidas por el pacto y la bilateralidad.