LA incapacidad que demuestran diferentes actores políticos para reprobar violencias que consideran amigas o la parcialidad con la que condenan otras que interpretan como enemigas advierte sobre la enorme dificultad que conlleva elaborar un relato universal, integrador y no sectario de la violencia. Entre nosotros, la izquierda abertzale, máximo responsable del ciclo “acción-represión-acción” promovido y justificado durante decenios para socializar el sufrimiento, sigue demostrando ser incapaz de afrontar que la estrategia político-militar que el MLNV impuso sobre la sociedad vasca se hizo contra la voluntad mayoritaria de la población. También que la elección de emplear la violencia como recurso político supuso condenar durante décadas a vivir en un clima de violencia; obligando a experimentar más de tres mil atentados, es decir, a padecer más de uno a la semana durante cerca de 40 años. La deshumanización que aporta semejante estrategia de guerra conlleva una responsabilidad política que no se quiere asumir. Para evitarlo, se emplean argumentos de equidistancia o se culpabiliza en exclusiva al Estado opresor y a su máquina represiva.

Desde otros ángulos, se elude asumir las consecuencias de una política represiva abusiva o se niega la existencia misma del conflicto político. Instituciones al servicio del unionismo promueven y sustentan círculos académicos, literarios, judiciales o periodísticos que tratan de construir un relato en el que apenas se reflejan los abusos cometidos por uniformados, el temor y rechazo social que generaban o el clima de impunidad en que actuaban. El relato español de la violencia obvia los rasgos revolucionaristas ligados al terrorismo y pretende trasladar la idea de que forma parte del ADN del nacionalismo vasco, como si Sabino Arana hubiera sido una suerte de ideólogo precursor y colaborador intelectual de ETA. Los herederos de quienes disfrutaron plácidamente de la paz de un régimen dictatorial al que sostuvieron durante cuatro décadas, en el que se enriquecieron mientras se ocultaban los despojos de miles de desaparecidos en las cunetas, pretenden hoy ser albaceas de un discurso ético.

Sánchez-Cuenca, en La desfachatez intelectual, demuestra la inanidad de los argumentos que algunos capos de la inteligentsia española han manejado durante años para promover un discurso de culpabilización general de la sociedad vasca y del nacionalismo en particular y expone la colaboración en esa tarea de progresistas que desde la izquierda se acomodaron a la democracia institucional con la Santa Transición. El último despropósito de esas tesis que asimilan que “todo es ETA” ha sido acusar de terrorismo a unos jóvenes en Alsasua, cinco años de madrugadas después de que ETA anunciara el fin de su actividad armada.

No termina de advertirse que la campaña permanente en torno a la memoria de la violencia y de las víctimas de ETA, que se pretende fundada sobre posiciones éticas, es también un instrumento político de propaganda que la cleptocracia rojigualda abanderada por el PP emplea para diversos objetivos: encubrir la gigantesca corrupción que le envuelve, blanquear la memoria de los victimarios de la represión franquista, eludir responsabilidades, compartidas con UCD y PSOE, en el empleo masivo de torturas y malos tratos en democracia... y/o descalificar sistemáticamente al nacionalismo vasco. Resulta muy ilustrativo de la farsa ética que el PP representa que su gobierno haya dejado sin fondos presupuestarios a la Ley de Memoria Histórica. Es decir, al tiempo que mantiene la ley en vigor, desatiende, privándoles de recursos públicos, a las decenas de miles de familiares de desaparecidos. Quienes ignoran a las víctimas de la dictadura y no les ofrecen ni un euro, dedican millones a proveer de recursos a asociaciones, museos y fundaciones vinculadas a la memoria de las víctimas de ETA: sus víctimas amigas. Por otro lado, en relación a sus víctimas-enemigas contemporáneas, los sucesivos gobiernos de UCD, PSOE y PP no solo han impedido o dificultado las investigaciones por abusos policiales o de bandas paramilitares vinculadas a cuerpos de seguridad, también han protegido o indultado sistemáticamente a los torturadores. Un uso tan partidario de criterios schmittianos ha conducido a que algunas asociaciones de víctimas, como la AVT, se comporten de forma tan sectaria que suponen un desprestigio para la memoria y la dignidad que corresponde a todas ellas. Aunque las relaciones entre víctimas y victimarios son más fluidas de lo que se quiere admitir, las políticas de odio y resentimiento dan votos.

El gran escritor siciliano Leonardo Sciascia acuñó el término professionisti dell’ Antimafia para llamar la atención sobre un grupo de personas que se valían del legítimo dolor e indignación por los crímenes mafiosos para trepar y obtener beneficios. La manipulación política del terrorismo para concitar apoyos a favor de la unidad de España o para dirigirla contra reclamaciones de mayor autogobierno o directamente para favorecer a unas siglas políticas ha sido impulsada por los mismos intereses “nacionales” que quieren configurar un relato en rojo y gualda de la violencia. Como se va comprobando, el paradigma de deshumanización que impulsó el terrorismo se reproduce ahora en el trato para con la población reclusa y sus familias. La falta de escrúpulos y compasión que demostró el terrorismo se refleja ahora en las reiteradas vulneraciones en materia penitenciaria: computo de condenas, alejamiento, trato de enfermedades, aislamiento... El tormento practicado en cuartelillos durante décadas, como si se tratara de sedes inquisitoriales, demanda una respuesta ética, que hasta la fecha eluden las autoridades gubernativas, judiciales y militares españolas y sobre cuya pertinencia los media y círculos académicos e intelectuales del reino se han desinteresado. Como si nunca hubieran ocurrido a pesar de los millares de denuncias ciudadanas y de organismos internacionales.

También la denuncia de la violencia en la esfera internacional se enfrenta a los abusos de una ética sacrificada al discurso de amigo/enemigo. Desde inicios de los años 90, las guerras en las que participa Occidente eluden controles constitucionales. Ya no hay votaciones parlamentarias para prestar el consentimiento del Estado. Los gobiernos europeos emprenden operaciones militares y entran en guerra por razones “humanitarias” sin recurrir a declaraciones formales, eludiendo requisitos como los que exige el artículo 63 de la Constitución española. Mientras que los coches-bomba o los terroristas suicidas se identifican como símbolos de una violencia deshumanizadora, el empleo masivo de explosivos desde el aire se minimaliza al máximo. La población occidental apenas es consciente, porque no se le informa y porque no quiere enterarse, de que el grado de violencia que padecen crecientes partes de la población mundial y que se aplica en su nombre es insoportable. Violencia que está en el origen de muchos flujos migratorios. Se calcula que en 2016, en nombre de los poderes civilizatorios occidentales, se arrojaron entre 26.000 y 40.000 explosivos desde drones, misiles y aviones, en su mayoría americanos, sobre Afganistán, Irak, Siria, Libia, Somalia o Pakistán. También suele ignorarse que aliados occidentales como Arabia Saudí o Qatar han suministrado apoyo financiero y militar al denominado Estado Islámico o que desde que estalló el conflicto en Yemen, el Reino Unido ha vendido en solo dos años a la dictadura saudí armas y licencias por un valor superior a trecientos mil millones de euros, casi un tercio del presupuesto anual del Reino de España.

La violencia para algunos es un negocio muy rentable.