ES este un artículo doblemente deudor de aquel precedente en el que analizábamos, desde nuestra personal óptica, el éxito o fracaso de la lucha contra ETA. Deudor por cuanto prometía reflexiones posteriores en torno al precio que la lucha ha tenido para la sociedad vasca, y deudor, no menos, en cuanto a que para comprenderlo en todo su alcance hay que partir de las conclusiones principales de aquel; que el éxito o fracaso dependía de los objetivos que cada cual hubiera perseguido y que desde la perspectiva de los del autor -el éxitos sería que desapareciese cualquier imposición sobre la voluntad democrática individual y colectiva de la ciudadanía vasca- la lucha no habría terminado pero a día de hoy el término con el que se sintetizaría el diagnóstico sería el de fracaso, provisional y esperanzado, pero un cierto fracaso en definitiva.

Se precisa, además, una segunda observación previa: hablar de lucha contra ETA es incurrir en una simplificación necesaria pero inadecuada, ya que ha habido diferentes luchas contra ETA; a los efectos de este artículo, dos al menos muy distintas, la realizada en el marco de la legalidad, (más allá de la opinión que tengamos sobre la justicia o injusticia de sus términos) y la realizada extramuros de la misma, fuese con apariencia de conformidad a Derecho desmentida un muy tardío después por tribunales españoles o europeos, o directamente sin pretensión alguna de tal naturaleza (GAL y análogos).

Los costes de cada una de ellas han sido distintos, indudablemente, pero si pese a las matizaciones nos vamos a permitir hablar de “lucha contra ETA” es porque han adquirido carácter acumulativo, todos ellos descansan sobre nuestras espaldas.

La lucha contra ETA ha costado vidas. En primer lugar las de quienes murieron por acción de los terroristas defendiendo el derecho a no pensar como ellos. Seguramente habrá quien, cínicamente, pueda decir que sin la pelea nos las hubiéramos ahorrado, pero cabe responder, desde luego, que es difícil adivinar cuántas hubiera costado en tal caso la dictadura de los que como único atributo ponían encima de la mesa la pistola y la goma-dos para imponer su voluntad. El coste es indudable, el precio alto (las vidas robadas a los fallecidos y tantas truncadas de familiares y amigos que nunca más serán las mismas), pero esta es una medalla que puede ponerse a si misma la sociedad vasca, la de haber generado contra el veneno un antídoto de tan gran envergadura. A todas esas vidas debemos verdad, justicia y reconocimiento.

La lucha contra ETA ha costado otro tipo de vidas. Las muertes que se causaron de forma inevitable porque defendían a la banda armas en mano. Habrá que lamentar en este caso el resultado, pero también en este caso nos debemos verdad a nosotros mismos y ello pasa por no olvidar la sustancial diferencia de estas muertes con respecto a las anteriores.

Y no podemos cerrar el elenco de vidas sacrificadas sin referirnos a las que luchar contra ETA ha causado de manera evitable o, particularmente, de manera criminal. Esta si que no es una medalla, sino un baldón que recae colectivamente sobre todos nosotros. No porque tengamos responsabilidad en la autoría, (reducida y localizada, cuando no plenamente identificada) sino porque siempre tendremos acechando la pregunta sobre si no podríamos haber hecho algo más para que las cosas fuesen de otro modo.

La lucha contra ETA ha tenido un importante coste económico para la ciudadanía vasca (también para otras). Ha habido que emplear en ella recursos que hubiesen podido ser invertidos en otras actividades y que, por ejemplo, tal vez hubieran proporcionado empleos y servicios de mayor calidad a quienes hoy no disfrutan de ellos.

También estamos necesitados de poner información veraz sobre esto encima de la mesa, la sociedad vasca necesita acercarse lo más posible, sin necesidad de que exista una verdad única indiscutible, a una auditoría del asunto. Porque cuando no hay información rigurosa, su espacio lo ocupan el mito, la leyenda o la estupidez que pueda propagar cualquier ignorante o cosa peor con suficiente audiencia.

Mientras estudios de esta naturaleza no pongan lo contrario de manifiesto, presumiremos que se emplearon los recursos que fue necesario utilizar. Y que no hubo opción de no hacerlo, porque más caro, (y no solo en términos económicos, que también) hubiera sido ceder al chantaje.

Pero la lucha contra ETA también ha tenido un coste adicional relevante en términos morales, políticos o de cohesión social. Nos ha hecho perder confianza unos en otros, ha restado ante los demás legitimidad a nuestras respectivas posiciones y dificulta debatir (y en su caso consensuar) cuestiones que se han visto contaminadas por su conexión con la violencia, como la de nuestra relación con los marcos estatales español y francés y la relación entre los diferentes ámbitos institucionales del Zazpiak bat (especialmente, pero no solo, en el caso de Navarra).

La lucha contra ETA (algunos de sus agentes y manifestaciones en particular) ha atentado contra la democracia, contra la ley y contra la justicia. Ha cometido excesos, llevando la ley más allá de donde lo permitía el respeto a los derechos humanos universalmente reconocidos (como han puesto de manifiesto pronunciamientos académicos y judiciales), ha prostituido la justicia y los tribunales, haciéndoles dictar resoluciones solo explicables en virtud de la venganza y la razón de Estado, (ya sé que suena duro pero es lo que hay) y ha creado una conciencia social para la que determinadas vulneraciones de derechos le son ajenas, cuando no merecidas o justificadas.

Las vidas son irreparables, los costes económicos irrecuperables, pero estamos a tiempo de hacer que la lucha contra ETA deje de hacer sufrir a la ley, a la justicia y a la democracia. Y a partir de ahí, que un coste, el del terrorismo, al que sin embargo también ha contribuido la forma de luchar contra él, deje de lastrar nuestro futuro. Y de ponerse frente a nuestra voluntad.