HEMOS complicado demasiado la vida. Y hemos conseguido que Keynes, el gran economista, errara en sus pronósticos cuando en 1930 contemplaba, en Economic Possibilities for our Grandchildren, que el crecimiento económico traería consigo el aumento del bienestar hasta el punto de poder conseguir un buen nivel de vida y disfrutar del ocio con una jornada laboral de tres horas. Ciertamente, desde entonces no solo hemos conocido un gran crecimiento económico, sino que el mismo ha supuesto un enorme desarrollo de las tecnologías. Sin embargo, hoy dedicamos más horas que nunca al trabajo y es escaso el tiempo que podemos o estamos dispuestos a dedicar a otros menesteres relacionados con el ocio, tareas domésticas y/o responsabilidades familiares.

Muchos trabajadores que cuentan con suficientes ingresos pueden permitirse sustituir su dedicación a las responsabilidades familiares o a las tareas domésticas contratando a terceras personas. Pero incluso así pueden no llegar a disfrutar del escaso tiempo del que puedan disponer, de un ocio que les satisfaga. El dinero puede ayudar a ser feliz, pero la felicidad es una dimensión de mayor calado.

Así, si en algunos casos el trabajar menos realmente depende de los propios trabajadores, sería interesante saber si estos estarían dispuestos a hacerlo a cambio de ganar menos, aun manteniendo una alta retribución. En ese caso, podríamos estar ante supuestos de adicción al trabajo; pero también ante una competencia salvaje frente a los pares, por querer destacar sobre los demás.

El problema es mayor cuando los trabajadores no disponen de la posibilidad de reducir las horas de trabajo, sino que su situación depende de un tercero, empresario o cliente. En este sentido, aunque llevada la situación al extremo, llama la atención el fenómeno karoshi, propio de países asiáticos como Japón, China o Corea del Sur, que consiste en la muerte por exceso de trabajo, frecuentemente por infartos y por suicidios, consecuencia de la presión o el estrés padecido. En estos países, para muchas personas, es habitual trabajar más de doce horas diarias, pero para poder hablar del fenómeno karoshi se requiere que la víctima haya trabajado más de cien horas extras durante el mes anterior a su fallecimiento u ochenta en dos o más meses consecutivos durante los últimos seis.

En este contexto, resultan del máximo interés las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia, cuando se advierte de que los progresos científicos y tecnológicos y la globalización de los mercados, a pesar de ser por sí fuente de desarrollo y progreso, pueden exponer a los trabajadores al riesgo de ser explotados por los engranajes de la economía y por la búsqueda desenfrenada de la productividad. Se incide además en que aparecen entonces las nuevas formas, mucho más sutiles, de explotación en los nuevos trabajos: el supertrabajo y el trabajo-carrera que a veces roba espacios a dimensiones igualmente humanas y necesarias para la persona. Y, concretamente, como recordara el Papa Juan Pablo II, en su Carta Encíclica Centesimus Annus (1991), estamos ante una nueva forma de alienación en la que cabe la posibilidad de que trabajadores altamente cualificados queden aislados en un complejo de relaciones de exacerbada competencia y de recíproca exclusión.

Los avances tecnológicos, en concreto, han traído consigo una inusitada prolongación del tiempo de trabajo, en perjuicio del tiempo libre, con e-mails, WhatsApps y sms relacionados con el trabajo. Aunque su lectura y atención no resulten obligatorias, el mero hecho de recibirlos puede generar inquietud, nerviosismo o preocupación. Además, cuando no exista un deber de estar a disposición del empresario, tampoco procederá el abono del plus de disponibilidad que puede contemplarse en el convenio colectivo de aplicación.

Precisamente, para frenar esta tendencia, en Francia, desde el 1 de enero, y en virtud de la Ley El Khomri, en las empresas de más de cincuenta trabajadores existe el derecho a desconectarse fuera de horario de trabajo, siempre que así se pacte entre empresarios y trabajadores. A falta de pacto, el empresario está obligado a regular el uso de las tecnologías para garantizar el respeto del tiempo de descanso y de las vacaciones de sus trabajadores.

Igualmente preocupante parece la situación de los denominados trabajadores empobrecidos, aquellos que, pese a dedicar cada día muchas horas al trabajo, no cuentan con una retribución suficiente, de forma que no pueden optar por la contratación de terceros que les sustituyan en tareas domésticas o familiares. Y respecto de su tiempo libre, podrán tener el mismo problema que aquellos que sí disponen de capacidad económica, es decir, no disponer de un ocio que les satisfaga, en este caso por querer aspirar a un nivel de vida no acorde a sus capacidades económicas.

Ahora bien, indistintamente de las diversas situaciones que pueden existir entre los trabajadores, la verdad es que el exceso de trabajo ha acabado repercutiendo negativamente en la familia, primera organización social por excelencia. En ese sentido, son muchas las preguntas que pueden realizarse; incluso alguna de ellas bien podría servir de título para alguna que otra canción reivindicativa, como hiciera el grupo Maná, a comienzos de la década de los 90, por cuestiones medioambientales, al preguntarse dónde jugarán los niños. Por ejemplo, ¿quién, cuándo y cómo cuida de los niños, de los ancianos, de las personas con enfermedades graves? ¿Quién, cuándo y cómo se ocupa de las tareas domésticas? ¿Quién, cómo y cuándo cuida al cuidador o cómo y cuándo se cuida a sí mismo, en lo físico, mental y espiritual?

Tal vez conviene responder a esas preguntas respondiendo, primero, a esta: ¿Qué contempla la legislación vigente al respecto? Dependiendo de la respuesta, será posible responder también a la pregunta del título de este artículo. Una pista al respecto nos la puede ofrecer el Reglamento de Ejecución 2016/2236 de la Comisión de la UE, dado que establece para los Estados miembros el plazo de 31 de marzo de 2019 para que informen a la Comisión sobre los datos relativos a las responsabilidades de cuidar personas a cargo, la flexibilidad de las modalidades de trabajo y las interrupciones de la actividad profesional y permisos parentales.

Mientras tanto, nuestro legislador sigue adoptando decisiones a golpe de impulso. La última ha consistido en aplicar, a partir del 1 de enero, la ampliación del periodo de suspensión del contrato de trabajo por paternidad, de dos a cuatro semanas, prevista desde 2009, lo que, se entiende, conlleva implícitamente (el legislador se ha olvidado de contemplar este gran detalle) la ampliación de la duración del subsidio de paternidad de 13 a 28 días, parece ser que ahora en cualquier tipo de familia, independientemente de si estas son numerosas o si el hijo nacido o adoptado o el menor acogido presenta o no una discapacidad en un grado igual o superior al 33%.

Por agravio comparativo, podría preguntarse por qué no se protege con un subsidio a los cuidadores no profesionales (familiares o personas de su entorno) de las personas en situación de dependencia, sin que se les obligue a realizar un Convenio Especial con la Seguridad Social, con lo que conlleva en coste por cotizaciones. Y en los casos en que no se reconozca la dependencia, ¿qué queda? Reducciones de jornada con disminución proporcional del salario, suspensiones del contrato de trabajo, novaciones contractuales de tiempo completo a tiempo parcial o excedencias por cuidado de hijos y otros familiares a cargo que, salvo celebración de un Convenio Especial con la Seguridad Social, no otorgan prestaciones económicas, lo que puede provocar que haya quienes de forma ilícita opten por incapacidades temporales fraudulentas.

También desde el Gobierno central nos siguen sorprendiendo con medidas exóticas, como la propuesta, sin más precisión, de finalizar la jornada laboral a las 18.00 horas. Mientras tanto, existen otras posibilidades, como el teletrabajo y las jornadas irregulares y flexibles, aunque estas solo sean aptas para personas serias, comprometidas y disciplinadas.