eL año 2050 el planeta tendrá 9.000 millones de habitantes. Si en la actualidad 2.700 millones de personas viven en las aglomeraciones urbanas, podrían ser pronto 3.900 millones, e incluso 5.100 millones de aquí a 2050. La desigualdad consiguiente es ya el principal desafío de la humanidad, con una pobreza que de rural se ha mudado en urbana.

Morgan Poulizac, un profesor de urbanismo, escribe que “hoy en torno a una cuarta parte de la pobreza extrema se concentra en las zonas urbanas frente a un 18% en 1990, y adopta una forma concreta, el bidonville (barrio de chabolas), y una expresión pública, la exclusión del espacio urbano. (?) Los bidonvilles ya no son solamente las esclusas que permiten gestionar los flujos que entran en las ciudades, sino las reservas duraderas de las poblaciones condenadas a quedarse allí”. (En Futuribles, septiembre-octubre 2016, p 74-75).

El debate, que parece establecerse en estos momentos en torno a la gran ciudad, cabe resumirse en una polaridad que, en sus extremos, se expresaría así: o bien acordamos la última decisión a los técnicos, a los expertos, o acordamos la última decisión a los ciudadanos. La cuestión así planteada, hoy, entre nosotros, no cabe duda de que se concedería la última decisión a la ciudadanía. Pero, veamos, brevemente, estos dos modelos de ciudad.

Las ciudades inteligentes y el imperio de lo digital.

Los smartcities o ciudades inteligentes suscitan mucho interés como se ha visto recientemente en Barcelona, donde tuvo lugar un Smart city expo, WorldCongress, entre el 15 y el 17 de noviembre de 2016 (todo en inglés y para participar plenamente en el Congreso había que pagar 990 euros). También se programa para abril de 2017 otro Congreso sobre ciudades inteligentes en Madrid.

Las ciudades inteligentes pretenden “conciliar el desarrollo económico, la reducción de la impronta medioambiental y la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos, todo ello apoyándose sobre tecnologías disponibles, en particular lo numérico (como dicen los franceses, digital los ingleses y españoles). En función de estos objetivos los proyectos de vida inteligentes han tomado el relevo de la utopía urbana, a favor de avances tecnológicos rápidos?” (Carlos Moreno en Futuribles, P.87). Es la apuesta por el todo tecnológico dirigido, desde arriba, por expertos.

Pero algunos estudiosos escriben sobre las “vulnerabilidades intrínsecas ligadas al todo numérico”. Lo digital ya representa el 10% del consumo mundial de electricidad y es un gran consumidor de materias raras lo que plantea, a su vez, el problema de la disponibilidad de esos recursos. Sin olvidar los riesgos cibernéticos pues la ciudad inteligente será vulnerable al vandalismo, a los fallos técnicos y naturales, y a los ciberataques. Así, el 21 de octubre de 2016, pudimos leer en la prensa cómo “dos ciberataques masivos contra el proveedor de Internet Dyn interrumpieron el servicio de páginas webs de grandes compañías, como Twitter, Spotify, Amazon y Netflix, así como los periódicos The New York Times y Financial Times”.

Además, sobre el plan social, la “ciudad inteligente” puede igualmente exacerbar las tensiones entre los barrios hiperconectados y las zonas urbanas más abandonadas, así como la brecha digital, entre las personas, según su edad y formación. Sin olvidarnos de las intrusiones repetidas en la vida privada y el mercadeo de las informaciones obtenidas por los “data sistem”, que son incontrolables para los ciudadanos. Y, algo de lo que ya hablamos hace poco en estas páginas: el linchamiento digital.

LA CIUDAD PARTICIPATIVA

En este modelo teórico se pretende un urbanismo de los diferentes modos de vida de los habitantes. Centrados en cada persona, o en cada unidad o célula familiar, teniendo en cuenta que nos vamos a encontrar con diferentes prioridades en los estilos de vida, nos habla de una ciudad atenta a estos órdenes de vida, más atenta a una oferta flexible de servicios que a los objetos o equipamientos. En otras palabras, una oferta urbana que parta de los hábitos, querencias, modos de vida etc., de los usuarios, de los ciudadanos, sea individualmente considerados, sea como colectividades con alguna característica común.

El ya citado Morgan Poulizac la describe como la ciudad “tal y como emerge en los países no occidentales, que parte de los propios usuarios, a través de arreglos locales para tratar de mejorar las condiciones de vida de los urbanos. Asume una parte de bricolaje y de experimentación, de audacia y de riesgo de fracaso. Intenta cosas optimizando los medios que la ciudad dispone. No lo resuelve todo (pero) libera formas de creatividad que a veces faltan en los países en las ciudades del Norte. (?) Se trata de inventar una ciudad, que es y se hace, de forma abierta, lejos de modelos cerrados y técnicos” (En Futuribles, p 79-80).

También el catalán Jordi Borja va en esa idea cuando escribe que “las promesas que conlleva la revolución urbana, la maximización de la autonomía individual especialmente, están solamente al alcance de una minoría. La multiplicidad de las ofertas de trabajo, residencia, cultura, formación, ocio, etc., requieren un relativo alto nivel de ingresos y de información, así como disponer de un efectivo derecho a la movilidad y a la inserción en redes telemáticas. Las relaciones sociales para una minoría se extienden y son menos dependientes del trabajo y de la residencia, pero, para una mayoría, se han empobrecido, debido a la precarización del trabajo y el tiempo gastado en movilidad cotidiana”(Revolución urbana y derechos ciudadanos. Alianza Ed., Madrid 2013, p. 323-324)

Para superar las dos utopías. Es obvio, a mi juicio, que necesitamos romper esta alternativa binaria y ofrecer un plan mucho más complejo que, a la vez, tenga en cuenta la opinión de la máxima pluralidad ciudadana (desterrando el modelo asambleario, en nada democrático en la gobernanza de una ciudad, si buscamos su representatividad), sin olvidar que es necesario consultar y trabajar con técnicos y expertos que llevan toda su vida en la toma de decisiones sobre el bienestar de la sociedad y que, normalmente, tienen un conocimiento de los dossiers mayor que el del común de los mortales, sencillamente porque forma parte de su vida profesional. (Y, en ningún lugar está probado que los expertos sean menos honrados que los no expertos).

Sí, el reto del futuro consiste en construir una ciudad más humana, más convivial, priorizando las personas, particularmente las más vulnerables, haciendo partícipe en su construcción al mayor número de personas de toda clase y condición social, sin olvidar a los que por profesión y formación más saben de estas cosas, más información tienen de otras experiencias, para no pretender en cada ciudad descubrir el Mediterráneo.

(En este artículo subrayo algunas ideas de un texto mío que puede consultarse, completo, en https://javierelzo.blog pot.com.es/2016/12/por-una-ciudad-participativa-y.html).