Síguenos en redes sociales:

Error de cálculo: la División Azul y el Ejército Rojo,

EL 24 de junio de 1941, Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco y ministro plenipotenciario de su gobierno, se dirigió a las masas congregadas bajo el balcón de la sede del Movimiento Nacional, en la calle de Alcalá de Madrid, para clamar una condena que, como después se vio, era de imposible ejecución: “¡Rusia es culpable!”. Dos días antes, la Alemania nazi había comenzado la llamada Operación Barbarroja, invasión de Rusia, que en realidad fue una campaña de exterminio en la que se registraron cotas de brutalidad muy superiores a las de guerras precedentes, recibiendo las fuerzas invasoras instrucciones específicas para ejecutar sobre el terreno a los judíos, a los partisanos y a los comisarios políticos del Ejército Rojo.

Los falangistas más radicales, entre los que se encontraban el propio Serrano y Dionisio Ridruejo -autor de Cuadernos de Rusia (Ed. Fórcola), que después de su breve experiencia militar en aquella campaña pasó a la oposición al franquismo-, habían advertido una señal de que el proyecto totalitario de cuño falangista que soñaban con implantar en la España salida de la Guerra Civil quedaba relegado: el afianzamiento del poder personal de Franco y la consolidación de los católicos como contrapeso a los falangistas era fatal para sus aspiraciones. Esa señal fue el ascenso del bilbaino José Luis de Arrese Magra, falangista más moderado y sobre todo pastueño con el dictador, a la secretaría general de FET y las JONS, unificación de las fuerzas reaccionarias -Falange, el carlismo y un grupúsculo filo nazi- que dieron apoyo civil al golpe militar contra la República.

El “¡Rusia es culpable!” resultó ser un llamamiento a la leva al que acudieron falangistas sin historial bélico en la Guerra Civil por jóvenes o emboscados, y por ello sospechosos ante los veteranos; buscavidas, exrojos que se querían redimir y hasta rojos en busca de la oportunidad de pasarse a los rusos una vez en el campo de batalla. A todo ese conglomerado se le llamó la División Española de Voluntarios o División Azul, reclutados de forma mixta por las milicias de Falange y el Ejército, que entre julio de 1941 y febrero de 1944 movilizó a cerca de 47.000 combatientes españoles en el sector septentrional del frente Este (Rusia) durante la Segunda Guerra Mundial. Tras su adiestramiento en el campo de instrucción de Grafenböhr alto Palatinado -Alemania- y posterior traslado hasta Rusia, la División fue asignada al frente del río Vóljov, al norte de la ciudad de Novgorod, donde entraron en combate en noviembre de 1941.

la apuesta: “vale la vida” Para Serrano Súñer, Ridruejo y otros jerarcas falangistas, Rusia era una apuesta política que parecía medianamente segura debido al aura que proporcionaría haber participado en la destrucción del comunismo y haber presentado los argumentos españoles para participar en la reordenación europea que tendría lugar bajo la égida del III Reich. En unos meses, presumían, los voluntarios falangistas se hallarían desfilando en Moscú y volverían victoriosos. “El ejército en el que marcharé sobre Moscu es innumerable, futurístico. Será un espectáculo espléndido que vale la vida presenciar”, escribió Ridruejo. Entre los voluntarios falangistas no escaseaban los de procedencia vasca, como Álvaro de la Iglesia (luego director de la revista La Codorniz); Fernando María de Castiella, posteriormente ministro de Asuntos Exteriores de Franco; Federico Saracho Arana o José Miguel Guitarte Irygaray, madrileño de origen vasco, antiguo comunista, fundador de Falange y del SEU (sindicato estudiantil fascista). No me resisto a escribir un aparte sobre Enrique Sotomayor Gippini, a quienes los lectores más veteranos recordarán por haberse impuesto durante años su nombre al ahora hospital de Cruces-Gurutzeta. Se trataba de otro de los jóvenes falangistas vascos, aunque nacido en Madrid, que lucharon y murieron en combate en el frente ruso, en su caso con 22 años.

Sotomayor, brillante estudiante curtido en las luchas callejeras de Madrid contra el Frente Popular, engrosó el bando franquista participando en la guerra con apenas 17 años. Y fue un periodista aventajado que con 20 años dirigía la revista HAZ y el semanario FE de Sevilla. Al finalizar la guerra, en una entrevista con Franco que podríamos calificar como extraordinaria por su contenido, se dirigió al general alzado en armas con las siguientes palabras: “Mi general, para poder entendernos bien desde un principio, quiero decirle, en nombre de la juventud española, que nos tendrá siempre a su lado y que seguiremos confiando ciegamente en usted como caudillo militar. Ahora que como caudillo político no le prometo nada pues la juventud aún no le conoce en este sentido”. Franco, en la cúspide de su gloria, asistía con asombro al desplante del joven, que a los dos asistentes militares presentes les produjo temblor de rodillas. Sin embargo, al acabar la entrevista, quizás influido por la lectura de El divino impaciente, obra teatral y biografía de San Francisco Javier de José Mª Pemán, muy del gusto de los nacionalcatólicos, Franco dijo a sus temblorosos ayudantes: “¡Acabo de conocer a un nuevo San Francisco de Javier! Su mismo fuego. Su misma limpieza de corazón”.

Ridruejo, que compartió trinchera con Sotomayor, permaneció en el frente tan solo cuatro meses. Durante ese tiempo, escribió con regularidad y detalle sobre sus vivencias, muy en particular a su amor ¿platónico? Marichu de la Mora Maura, que había sido secretaria de José Antonio Primo de Rivera. De la Mora estaba casada con el millonario Tomás Chávarri y era hermana de Concepción de la Mora, comunista divorciada de un Bolín, hermano de quien organizó el vuelo del Dragon Rapide con el que Franco se trasladó a África para desde allí liderar la insurrección. Una vez divorciada, siendo una de las primeras mujeres que hizo uso de este derecho reconocido por la República, se casó con el general jefe de la aviación republicana, el vitoriano Ignacio Hidalgo de Cisneros, quien acabó siendo comunista también, autor de Cambio de rumbo, una de las mejores autobiografías políticas españolas. Las hermanas de la Mora, de tan distantes creencias políticas -“mi hermana se pasó de rojerío”, diría Marichu-, eran nietas del político monárquico Antonio Maura, sobrinas de Miguel Maura, ministro de la República y primas del también ministro socialista Jorge Semprún Maura. Como observarán, la Guerra Civil en no pocos casos fue una guerra en familia.

la Desilusión: “precio de la neutralidad” La División Azul resultó muy española en su ademanes. Saltaban de las trincheras con un individualismo suicida que dejaba perplejos a los alemanes y tenían comportamientos atrabiliarios, como recoge en su diario de guerra el mariscal Fedor Von Bock, quien anotó que los soldados españoles solo se caracterizaban por una imagen exterior penosa y extravagante, no mejorada por la de sus caballos famélicos, también por su apetito sexual ilimitado, que no encontraba reparos en barreras raciales y que había llevado a algunas orgías con chicas judías en Grodno. Como apuesta política, la División Azul resultó un fiasco. Ridruejo lo expresó con amargura: “Somos casi todos falangistas desilusionados, disconformes de cómo van las cosas en la España reaccionaria que se nos ha organizado. Inconformistas en suma. Fríamente considerados, somos el precio de la neutralidad”. Así que, pretendiendo torcer el brazo a Franco, le acabaron por despejar cualquier atisbo de oposición interna. Serrano Suñer, cerebro político del régimen y urdidor de la operación política aparejada a la División Azul, fue defenestrado en 1942, tras los sucesos del 17 de agosto, cuando varios falangistas y exdivisionarios lanzaron una granada contra una concentración carlista en la Basílica de Begoña, resultando juzgado y fusilado uno de ellos.

¿Qué veían los divisionarios al otro lado de la línea de fuego? Superados sus prejuicios iniciales sobre campesinos esclavizados, comunistas fanáticos, eslavos racialmente semihombres, sojuzgados antes por los tártaros y ahora por Stalin; pronto percibieron que los soldados soviéticos estaban mejor equipados contra el frío, disponían de armas automáticas y que entre ellos también había quienes luchaban por convicción. ¿Que de dónde nacía esa convicción? Los rusos sabían que la invasión de su país por los alemanes era mucho más que una usurpación del territorio y las riquezas de su suelo y subsuelo. Desde el Mein Kampf, biblia nazi cumplida punto por punto por Hitler, el destino de los eslavos no era otro que servir como esclavos. “Eslavo” y “esclavo” comparten la misma raíz etimológica y los nazis lo interpretaron en su literalidad.

El acierto: “La guerra nacional” La teoría se hizo realidad con el avance de la Wehrmacht, incapaz de establecer alianzas con los “liberados del comunismo”, ucranianos, bielorrusos bálticos y otras nacionalidades. Su dogmatismo irracional -a todos los consideraba infrahumanos- lo impidió. Al pueblo soviético no le quedaba otra que resistir. Y Stalin, desaparecido la primera semana de la invasión, desbordado por lo imposible, la guerra sin advertencia a pesar de los informes de sus espías que nunca creyó, reapareció el 3 de julio de 1941 con un discurso radiado en tono y gravedad que captó los corazones de los rusos: “¡Camaradas, ciudadanos!, ¡hermanos, hermanas! ¡hombres de nuestro Ejército y nuestra Marina!... Esta es una guerra nacional de nuestro país”. Un momento. ¿Hermanos y hermanas? ¿Guerra nacional? Los sovietizados ciudadanos de la URSS se daban pellizcos de perplejidad y alegría al ser tratados como hermanos por quienes perseguían disolver la familia como célula social. Por si eso fuera poco, el comunismo que pretendía suprimir la nación como órgano político convocaba al combate bajo la bandera de la patria. La Iglesia ortodoxa bendijo el llamamiento y la Gran Guerra Patria, así se le sigue llamando hoy día, dio comienzo hasta la victoria en Berlín, 4 años y 20 millones de muertos soviéticos por medio. Stalin no era sincero, terminada la guerra volvió a las andadas. Pero supo prescindir temporalmente de sus dogmas y tocar la fibra más sensible de su pueblo. Acierto de cálculo.

Lección a no olvidar: el combate militar es sobre todo un combate moral. Los fascistas españoles combatieron en Rusia para fortalecer su posición ante Franco y hacerse con el poder, puro cálculo. El Ejército Rojo lo hizo para defender la vida de los ciudadanos y la patria en peligro, pura supervivencia. En el Vóljov se enfrentaron la ambición y la esperanza. Nada mejor para expresar este sentimiento que el poema Espérame, de Konstantin Simonov, que todos los combatientes soviéticos, hombres y mujeres -estas casi un millón, tiradoras, conductoras de tanques, paracaidistas, aviadoras, partisanas...- llevaban en el bolsillo de sus guerreras: “Espérame que volveré / incluso cuando los demás se hayan cansado de esperar olvidando su ayer / porqué volveré desafiando todas las muertes / nunca entenderán que sobreviví porque esperaste y los otros no”.