VIAJO en metro. Es cómodo, habitualmente puntual, y me permite leer, pensar o, incluso, algunas veces, establecer una conversación agradable con mi vecino o vecina de asiento.
Las conversaciones cada vez se suceden más esporádicamente. La gente toma refugio en los artilugios electrónicos y se desentiende de los demás en una soledad rota en ocasiones por la música o por la fingida urgencia de enviar un mensaje a no sé quien. Viajamos a través de las estaciones en soledad compartida.
Hace un par de días, salí apresuradamente de la estación de San Mamés, calle Sabino Arana. Me esperaba una reunión, una de esas en las que coincidimos personas inquietas pero con limitado poder para cambiar las muchas cosas que no nos gustan de nuestra sociedad.
Subía el último tramo de escaleras de dos en dos, cuando observé cómo una persona me salía al paso. Pedía ayuda económica. Decliné diciendo que no. Reforcé innecesariamente mi negativa con la cabeza. No suelo atender estas peticiones.
El hombre, de un poco más de sesenta años, vestido humildemente pero aseado, se echó hacía atrás en un gesto de sentirse humillado. Ni una palabra, nada. Bajó su mirada hacia los reventados zapatos que gastaba. Me conmovió.
Aprisionado entre su mirada y mi conciencia, me detuve, recapacité y le ofrecí algo de ayuda. Entonces, y después de agradecerme el gesto me preguntó si tenía cinco minutos para escucharle. Así lo hice.
Su vida laboral y familiar se habían colado en un sumidero de infortunio. Sus explicaciones no eran de queja, eran simplemente un intento de no perder la dignidad a cambio de unas monedas. No era un profesional de la mendicidad y necesitaba tanto o más mi atención que el dinero que le había ofrecido. También a mí me ayudó a no sentirme un magnánimo hipócrita. Al menos, por un momento.
Ahora me he acordado del economista y filósofo escocés Adam Smith, quien basaba su ideario en el sentido común. En su fundamento no valen solo las normas, sino los sentimientos universales. “Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y desdichados”. Sentido común, aunque algunos no quieran o, simplemente, no acierten a verlo.