Alma máter
lo consideré regalo de cumpleaños, 94. Cien años de historia del Pontificio Instituto Bíblico (el Bíblico), en su doble sede, Roma y Jerusalén. Fue la última etapa de mi larga y dichosa carrera y prolongada juventud casi hasta los 40. Cuando considero los anteriores: Humanidades clásicas greco-latinas, Filosofía y Teología, se me llenan cabeza y corazón de nombres de compañeros y se me humedecen los ojos porque todos menos dos están muertos. En cambio, cuando pienso en el Bíblico de Roma y Jerusalén, sin olvidar a los condiscípulos, se me agolpan las imágenes de los profesores que acompañan mi risa solitaria y complacida con la suya imaginada. Porque fue una manera distinta de ser alumno y a la vez colega, compañero, amigo. O yo me sentía así. Quizá no fuera fácil su vida ni demasiado humana. Todos de distintos países, lenguas y culturas, cada uno excavando en el pozo sin fondo de su especialidad monocroma.
Pienso en Adhémar Massart, belga, profesor de Egiptología. Era vitalista, gran lector, conocía mucho mejor que yo la literatura universal y la política centroeuropea, temas de nuestras esporádicas charlas. Se empeñó en enseñarme el egipcio clásico jeroglífico. Yo tenía cubiertas mis tres lenguas orientales, dos obligatorias: hebreo y arameo, y, entre las opcionales: el acadio cuneiforme. Por complacerle, cargué con la voluminosa Egyptian Grammar, de Gardiner, y el Egyptian without thears, del propio Massart. La clase, mano a mano, un lujo, se prolongaba y derivaba en comentarios sobre la vida el año 1500 a. C. y la moderna, etcétera. Horas y horas brindadas a la amistad, porque el egipcio era más material para olvidar, y ni siquiera juntaba en mi cuaderno de notas.
Cuando en 1955 caí en el Bíblico de Roma corrían rumores contra él. Estos se hicieron preocupantes cuando el Gran Canciller del Instituto, cardenal Pizzardo, comunicó que había graves acusaciones en materia de ortodoxia contra dos profesores. Los dos, uno inglés y el otro estadounidense, me daban clase y me parecían completamente inofensivos. Con el segundo, Robert North, entablaría más tarde en Jerusalén una respetuosa amistad. No era la primera vez, ni sería la última, que el Bíblico sufría este tipo de absurdos ataques porque los estudios bíblicos eran todavía, y siguen siendo, un campo infestado de minas.
León XIII fue el primer Papa moderno que se preocupó de los estudios bíblicos. En 1902 fundó la Pontificia Comisión Bíblica y pensó en un Instituto Bíblico, pero murió en 1903. Pío X heredó la idea y la realizó a los seis años, 1909, y encomendó la obra a los jesuitas. Fundó el Pontificio Instituto Bíblico, entre otras cosas, para “defender, promulgar y promover la sana doctrina sobre los libros sagrados, conforme en todo a las normas ya establecidas o por establecer por esta Santa Sede Apostólica, frente a las opiniones, especialmente las más recientes, falsas, erróneas, temerarias y heréticas”. En 1908, el Vaticano ponía estas condiciones para elegir a un profesor: 1., que sea conservador; 2., que sea conocido como tal, y 3., que dé garantía de no cambiar.
Pero por encima de todo, el verdadero profesor se debe a la honestidad científica y búsqueda de la verdad caiga quien caiga. Es lo que pasó.
Pío X accedió al papado, 1903-1914, como sus dos predecesores, Pío IX y León XIII, en momentos muy críticos para la Iglesia. Tras el fenómeno de la Ilustración, la independencia de la ciencia respecto a la tutela eclesiástica, el predominio de la razón, y el racionalismo radical negador de la revelación, el descubrimiento de la obra literaria del Oriente Próximo, la egipcia y mesopotámica sobre todo, el método de crítica histórica, literaria y teológica, parecían socavar o poner en solfa los fundamentos o elementos esenciales de la religión cristiana.
Pío X, Beppino Sarto, era de natural sencillo, bondadoso, amable, muy poco inclinado a cuestiones intelectuales para las que no estaba preparado. Su formación era estrictamente sacerdotal y pastoral, mientras los peldaños de su carrera, administrativos. Su papado, frente al indiscutible cardenal Rampolla, se debió a la intromisión de Austria. Se confiaba en su prudencia ante lo que le sobrepasaba o no entendía, que era mucho.
Sin embargo, a los pocos meses, la víspera de Navidad de ese 1903, condenó y puso en el índice cinco obras con una visión nueva sobre aspectos, de los evangelios y la Iglesia, de Alfred Loisy, sacerdote francés de talento y escritura brillantes, que si leyó no pudo digerir. Desde entonces aprobó, gravando la conciencia de los creyentes, una serie de Decretos sobre la Biblia que hoy ninguno medianamente instruido en la materia sostiene. Además, a través del Sodalitium pianum, -un servicio secreto de espías en Seminarios y Facultades de teología para denunciar a profesores de Sagrada Escritura sospechosos-, y a fuerza de destituciones, condenas y excomuniones, logró crear el clima de terror que el historiador inglés Trevor llama “la época estaliniana de la Iglesia”, y Joseph Ratzinger, después Benedicto XVI, describe como el “estrangulamiento de lo cristiano, pues al condenar la ciencia y la cultura modernas la Iglesia se cerraba a sí misma la posibilidad de vivir lo cristiano como actual por estar demasiado apegada al pasado”.
Stanilas Lyonnet, francés, fue quizá mi primer profesor que por empatía mutua rompió la distancia normal profesor-alumno hasta convertirme en buzón de sus confidencias. Había sido profesor de las lenguas armenia y georgiana en la Facultad Oriental. En mi tiempo era decano de la Facultad Bíblica y profesor de Teología bíblica y del epistolario paulino. Era entusiasta de sus clases y las exponía entusiásticamente. Acudían a ellas alumnos de otros centros universitarios. Entre mis caricaturas de los profesores, que no enseñaba a cualquiera, con la de Lyonnet, Martini, con el tiempo cardenal, se moría de la risa pero no soltaba prenda. Le representaba yo como uno de aquellos artistas de circo de los años 30 que recorrían la pista montando al galope tres caballos saltando hábilmente de uno a otro. Explicase lo que explicase, siempre eran las que yo llamaba las tres “ideas madre” de Lyonnet. El historiador del Instituto Bíblico le cita como el primero a quien el Instituto debe la gran influencia y categoría que hoy tiene.
Otro de mis profesores-compañeros era Alberto Vaccari. Era un viejito entrañable, con unas guedejas desgreñadas por detrás y debajo de su calva, con ojitos inquietos de ratón de biblioteca, que es lo que era. (Cuando pienso que era entonces doce años más joven de lo que yo soy ahora, las preguntas me avergüenzan: ¿qué clase de viejo soy yo?). Ya no impartía clases, pero hice con él un par de seminarios. Cuando la sala del café después de la comida comenzaba a disolverse, vieni qua, me decía y, en su estudio habitación me enseñaba alguna cosa curiosa que había encontrado en algún libro. Un día de esos, sentado yo frente a su escritorio, mientras él hurgaba entre una serie de libros, me fijé en un folio sobre su carpeta. Aunque para mí quedaba patas arriba, pude leer el título en latín: Monitum Sancti Officii. Y mientras él disertaba revolviendo páginas, logré leer todo el texto y quedé espantado. En cuanto me despidió, corrí al despacho del rector: “Tenemos lío”, le dije. “Seguro cae una gorda al Instituto”. Le expuse mi indiscreción y lo que había leído. Era una seria advertencia acerca de que algunos sacan a discusión la verdad histórica y objetiva de la Biblia, incluso de los dichos y hechos de Jesús?, perturbando la conciencia de los fieles e hiriendo las verdades de la fe. El Monitum no daba nombre alguno y yo no quise alarmar a nadie más. Acabó el curso sin novedad. El Monitum se publicó en verano, estando todos fuera de Roma.
Es una larga historia. En conversaciones con Lyonnet, le había recordado una famosa conferencia suya sobre la “Maternidad divina de la Virgen”, y comentamos varios puntos. Poco antes de comenzar el nuevo curso, cierto día se presenta de mañana en mi habitación el P. Lyonnet: “Hoy me juzgan en el Santo Oficio, y todavía no sé de qué me acusan”. Pasado el mediodía, antes de comer, la misma visita: “Me acaba de telefonear nuestro superior general. Le han comunicado del Santo Oficio por teléfono que ceso como decano de la Facultad y como profesor”. Ante mi silencio -conocía yo el sistema-, echándole un poco de humor y mucho de valor: “Bueno, me hacen un favor. Nunca tenía tiempo para escribir. Ahora lo aprovecharé para eso”. Si no te lo prohíben, pensé. Al atardecer, tercera visita: “Al P. Zerwick también le han destituido como profesor”. Fue un día de noche completa.
Había sido alumno de Max Zerwick, alemán, profesor de Exégesis evangélica. También entraba entre los profesores-amigos, aunque le faltaba un poco de sentido del humor. También había sido objeto de mis caricaturas como un cazador bávaro, con pluma verde en el sombrero, pantalones cortos de cuero, de esos que se tienen solos y obligan a dar un salto para entrar en ellos.
Acabados mis estudios, agrupaba mis clases de Antiguo Testamento, en nuestra Facultad de Oña, y el otro semestre lo pasaba en mi nido en la biblioteca del Bíblico en Roma. Allí seguí como amigo todos los avatares de Lyonnet y Zerwick, hasta su reposición con gloria en 1964. Cuando se topa con la condición humana de la Iglesia, ¡cuanto más fiel quieres ser a la Iglesia de Jesús, peor lo pasas! ¡Hasta don Quijote y Sancho toparon con aquella condición!
Los nombres y las anécdotas se dan de codazos en mi cerebro exigiéndome unos centímetros de papel. ¿Cómo no concedérselos a Alfred Pohl? Alemán, antítesis de la raza aria: pequeño, muy moreno y feo. Decano de la Facultad Oriental, director de la revista Orientalia. Profesor de acadio, tomábamos el aperitivo con el invitado de honor, Hamurabi, el sexto rey de la dinastía de Hur (Babilonia), XVIII siglos a. C. y su pesado libro de basalto negro. Aquel cóctel de alemán, acadio, italiano y latín acababa subiéndoseme a la cabeza antes de empezar a comer. Y eso era nada cuando, a solas, se despachaba contra las teorías del nazismo. Su caricatura, la única que conservo de ese tiempo, era la preferida de Martini.
Y ¿cómo dejar fuera al icono del Bíblico, a uno de sus fundadores, su rector 19 años seguidos, 1930-1949, a quien, según el rumor romano, debemos la encíclica de La libertad bíblica, Divino Afflante Spiritu (1943)? Nuestros encuentros diarios tenían lugar a primerísimas horas de la mañana en la Biblioteca, aún cerrada al público. Nuestras breves charlas sobre lo divino y lo humano le daban pie para encontrar en el pasado la raíz de lo actual. Siendo aún su alumno, me atreví, durante una comida, a entablar con él una discusión sobre Unamuno que acaparó el silencio estupefacto de los comensales. Era Agustín Bea alemán de cuerpo entero. Cuando le hicieron cardenal, 1959, me dijo: “Echaré en falta nuestras charlas matutinas”.
Acabo perfilando la figura de Robert North, rector, arqueólogo, profesor de arqueología bíblica y hebreo moderno, alma de la sede del Bíblico en Jerusalén, aquel 1958, fin de mi carrera jesuítica de veinte años. Hombre severo y práctico, gran organizador, con el don de relaciones públicas, dejó en mí el impacto de su señorío y amistad. Introdujo en nuestra vida académica el curioso Tea party de los miércoles. De 5.00 a 7.30 p.m. pasaron por el Bíblico los personajes más ilustres de la Jerusalén judía y árabe, en lo académico, cultural, político y religioso. Tras una breve charla del invitado, comenzábamos los siete estudiantes el diálogo con él, o el debate, si surgía, mientras corrían el té o los refrescos. Fue un tesoro de información de primera mano y de contacto humano de tú a tú con grandes personalidades. ¡Shalon, Jerusalén!
En la edad del olvido persisten los hechos trágicos -la Guerra del 36- y los recuerdos placenteros y bienhechores de la infancia, adolescencia y juventud. Desde esta Universidad de Deusto, mi eskerrik asko agradecido a mi alma máter: muy distintos centros académicos, pero sobre todo a quienes desde ellos dejaron su huella en mi mente y corazón.