ESTA respuesta-lapsus, surgida del inconsciente de Mariano Rajoy durante la entrevista que concedió a la cadena estadounidense Bloomberg, destapa el estilo de gestión que el Partido Popular está imponiendo en todas las estructuras del Estado en las que domina con su mayoría laminadora. Nunca se podrá demostrar que existió corrupción en su partido porque se sienten tocados de una impunidad casi obscena. Una inmunidad que también les faculta para que sus decisiones se pongan en práctica de forma improvisada e irreflexiva, sin la más mínima necesidad de documentar ante la ciudadanía las razones que las sustentan.

Los ejemplos son ostensibles en todas las áreas, pero la política sanitaria es una de las más perjudicadas por ese estilo de gestión de baja complejidad basado en la improvisación. Cuando cada vez son más evidentes los efectos perjudiciales que tiene la absurda aplicación de tasas por el consumo de medicamentos -disfrazadas con el eufemismo de copago-, nos vuelven a sorprender, por lo repentino y desatinado, con la extensión de estas multas por enfermar a las personas que padecen las patologías más graves.

La máquina neoliberal ha tratado de justificar la necesidad de estos impuestos sobre la enfermedad apoyándose en dos pilares: se necesita más dinero para sostener el sistema sanitario y se obtiene un efecto disuasorio sobre el -supuesto- consumo excesivo e irresponsable de medicamentos. Admitamos que el efecto recaudatorio lo cumple casi a la perfección. No es necesaria más que una sencilla hoja de cálculo para saber cuánto dinero se va a ingresar si se incrementa el porcentaje de participación en el costo de los medicamentos. Pero se trata solo de eso, resultados de cálculos aritméticos en los que no caben los efectos adversos sobre la salud que tendrán esas medidas a medio y largo plazo y en los que tampoco se contempla el crecimiento del gasto sanitario que se generará en el futuro por las enfermedades que, sin duda, se agravarán por el abandono de tratamientos que no se pueden o no se quieren pagar.

En lo que se refiere al efecto disuasorio, es demasiado pronto para extraer conclusiones en nuestra Comunidad ya que llevamos poco tiempo con esta imposición, pero los análisis de los datos de las comunidades donde se aplica desde hace un año muestran unos resultados si no desalentadores sí preocupantes para el ministerio. La reforma del copago consiguió, como era de esperar, una caída inicial del gasto en medicamentos, pero realmente no se redujo el gasto farmacéutico, simplemente se dificultó el acceso por su carestía y se trasladó el costo de las arcas del Estado a los bolsillos de las personas enfermas. Disminuyó el número de recetas, pero el crecimiento en el número de prescripciones por persona se mantiene como en los años anteriores. Dicho de otro modo, bajamos tres escalones pero seguimos subiendo las escaleras de dos en dos, de manera que es posible que en unos años el efecto se diluya y el gasto en fármacos se sitúe en la posición que le correspondería si no se hubiera aplicado la medida.

Cargar contra el eslabón más débil de la cadena, que además es el que tiene la mínima responsabilidad en el gasto, acarrea esas consecuencias. Nuestro modelo social se ha medicalizado de tal forma que suponemos que la solución a la mayoría de las incertidumbres que nos afectan se encuentra en los fármacos y cada vez se solicitan más medicamentos, Esta demanda infinita es parte del origen del problema, pero hay otros factores determinantes que no se han contemplado en esta reforma. La gestión del gasto farmacéutico recae, fundamentalmente, sobre el personal médico, es a él al que hay que dirigir las políticas de contención si lo que se quiere es que resulten eficaces y que no dañen la salud. Sin embargo, en ningún momento se aborda la influencia de la presión comercial de la industria farmacéutica, ni la escasez de tiempo que condiciona una agenda de consulta de tres folios, ni las dificultades para mantenerse al día por la falta de una adecuada formación.

Aplicar ahora la tasa a los medicamentos que se dispensan en los hospitales, los fármacos que probablemente estén prescritos con más garantías y que sirven para tratar las enfermedades más graves, supone echar por tierra toda la teoría del consumo irresponsable. El único argumento -falaz- que les queda es la imperiosa necesidad de recaudar más para que el sistema sea sostenible. Un comodín mágico, este de la sostenibilidad, que ya utiliza hasta el delegado del Gobierno español que de esto también debe entender. Aunque por muy experto que sea en gestión sanitaria, no va ser capaz de explicar el porqué de que esta nueva chapuza no se haya aplicado ni en las comunidades gobernadas por el Partido Popular.

La apremiante publicación del decreto se debe a errores previos del Ministerio de Sanidad. En su Plan de Reforma presentado ante las autoridades europeas en 2012 se comprometió -sin estudio técnico previo- a implantar este tipo de canon y los inspectores europeos, en su última visita, han exigido que se ponga en práctica. Pero ni los hospitales públicos tienen capacidad técnica para cobrar en efectivo, ni existe un marco legal que ampare esta recaudación, ni lo beneficios económicos que se obtendrían serían reseñables.

Si alguna Comunidad supera esas barreras administrativas, el máximo será 4,2 euros por envase, pero en estas enfermedades tan complejas, prácticamente, siempre se precisan más de un medicamento, lo que supondrá tanto para pensionistas como para personas en situación activa un esfuerzo importante -en el mejor de los casos- o una carga inasumible en el peor escenario. Así lo revela un estudio realizado en Madrid que ha mostrado que, como media, el 17% de los pensionistas no retiraron alguno de los medicamentos prescritos argumentando razones económicas. Esta escandalosa media -que en rentas menores de 400 euros llegaba al 28%- se daba en pensionistas con ingresos inferiores a 18.000 euros anuales, pero nadie ha estudiado los grupos activos que tiene que pagar entre el 40% y el 60% de precio del medicamento y que, al contrario que el grupo de pensionistas, no tienen tope mensual.

Cada vez hay más pruebas de que los copagos tienen un efecto importante -negativo- sobre la salud de las personas enfermas con menos ingresos. Este arbitrio sanitario y cualquiera que se imponga sobre los medicamentos solo conducirán a más enfermedad y más desigualdad en los sectores de la población más desfavorecidos que, en algún caso -y no es una exageración- tendrán que elegir entre los medicamentos y la comida de su familia.

Las políticas sanitarias -y las económicas, y las sociales- pueden conllevar efectos adversos sobre la salud de la Comunidad. Para protegernos de todas estas preclaras mentes que solo se rigen por resultados cortoplacistas deberían crearse organismos independientes, como existen para los medicamentos y las tecnologías sanitarias, que evalúen el impacto de la medida y que arbitren su puesta en marcha. De esta forma nos pondríamos a salvo de decisiones absurdas y peligrosas como la del copago que, por muchos que se empeñe la ministra, el presidente o el delegado del Gobierno nunca podrán demostrar su utilidad y nos alejan del principio universal de cualquier actividad sanitaria: ante todo no producir daño.