¡Cuidado con la esperanza!
La suspensión indefinida del objetivo de la independencia, la complacencia en lo alcanzado para no terminar de acometer su meta es ese estado de eterna esperanza en el que se congelan las fuerzas nacionalistas. Una cosa es saber esperar, la paciencia, y otra vivir paralizados
ENTRE los sueños y la realidad alguien interpuso un sentimiento cruel, llamado esperanza, cuya misión es mantener en estado latente un sinfín de ilusiones -ingenuas, absurdas o imposibles- de tal manera que a medida que estas van incumpliéndose son sustituidas por otras nuevas en un proceso inacabable de decepciones y autoengaños. Estadísticamente, la esperanza ya ha sido impugnada; pero en el ámbito mágico de las emociones sigue intacta, en tanto no hayamos liberado nuestra mente de espejismos y falsos consuelos. Tan frustrante es creer en la verosimilitud de nuestras fantasías como pretender traspasar la limitada condición humana. Todos los juegos de azar, así como los horóscopos y demás patrañas de la adivinación, son hijos bastardos de la esperanza. Millones de personas aspiran a ser razonablemente felices, cuando el máximo anhelo no debería ir más allá de ser razonablemente infelices y vivir al día soportando el menor sufrimiento posible. El desconocimiento en general y la ignorancia del sentido de la vida en particular es el dolor que nos quebranta sin remedio. Que nadie se ampare en la esperanza para alcanzar sus metas, sino en sus únicas y verdaderas fuerzas.
Cataluña sueña con los ojos abiertos en su independencia de España. ¿Es una quimera o se trata de un objetivo factible? Para conocer la medida racional de su proyecto habría que responder positivamente a estas cuatro preguntas: ¿Tiene hoy la sociedad catalana un proyecto económico, político e internacional que concluya, sin engaños, en la viabilidad de su emancipación? ¿Cuenta con una masa crítica suficiente en apoyo social y territorial que, más allá de la nobleza del sentimiento nacional, le permita constituirse en Estado? ¿Ha explorado otras alternativas que posibiliten, a corto y medio plazo, el logro de tantos o iguales objetivos de dignidad, identidad y bienestar como los que podría alcanzar por la vía de la independencia? ¿Cree de verdad en el éxito de su salida de España?
Alabo la valentía catalana y su determinación en hacer valer sus derechos ante el caduco y miserable Estado español. Admiro el pundonor y fortaleza de los líderes catalanistas y mucho más a su pueblo por su autoestima cultural, su capacidad de unión en el pluralismo y su apertura democrática. Y precisamente por el afecto que tengo por ese país les pediría que despejen la duda esencial que, a mi modo de ver, pende sobre su plan soberanista: ¿es un proyecto con todas las garantías y previsiones o es por ahora producto de una esperanza?
A fuerza de escuchar mil veces a los unionistas españoles el tópico de que los nacionalismos son solo un sentimiento (y por tanto irrelevantes en la política concreta), he renunciado a entrar en este debate. Lo honrado sería ver qué argumentos impulsan a los patriotismos vasco y catalán a la secesión, un objetivo tan honroso como la igualdad para el socialismo o la libertad individual para la derecha liberal. A mí no me preocupa tanto el exceso de emociones, como la ausencia de resultados prácticos y lo sumamente parsimonioso que es el nacionalismo en su travesía hacia la emancipación, los continuos aplazamientos de su finalidad por las circunstancias de cada momento.
Me preocupa la suspensión indefinida del objetivo de la independencia, la complacencia en lo alcanzado, los pasos intermedios -la autonomía y sus instituciones- para no terminar de acometer su última y definitiva meta. Me duele ese estado de eterna esperanza en la que se congelan las fuerzas nacionalistas. Y entiendo que el problema es la vivencia de la esperanza como una forma de pereza, la dejación de sus enunciados, la huida de los riesgos y molestias a los que se enfrentaría: la mayor amenaza de los nacionalismos es saber qué porción de la sociedad quiere la independencia y cuántos no han superado el vértigo de saltar hacia esa realidad deseada. ¿Cuándo vamos a fijar el escrutinio de la nación? Una cosa es saber esperar, la paciencia, y otra vivir paralizados por la fascinación de una esperanza sin futuro.
Un reto específico al que se enfrenta el proyecto nacionalista es el pluralismo, esa dispersión democrática en la que se disuelve toda tentativa de cambio. Ocurre lo mismo que para desbaratar el sistema actual o derribar la decadente monarquía. Al nacionalismo se le pide una mayoría cualificada, superior a la mitad del electorado, porque se supone que la independencia afecta de raíz al conjunto de las relaciones económicas, políticas y sociales del país y por las incertidumbres derivadas de toda experiencia inédita. Es un agravio democrático frente al que solo cabe sumar al proyecto soberanista más y más gente a base de convicción, con inteligencia y emociones. Y, sobre todo, tener un plan concreto y no una vieja esperanza.
Imaginar es la disposición a hacer realidad lo que aún no existe. No es una alucinación como la esperanza, que aguarda a que los deseos se cumplan por sí solos. En su camino hacia la soberanía, vascos y catalanes tienen que distinguir entre lo posible y lo deseado, entre proactividad e indolencia. Planteado el proyecto independentista con sentido imaginativo, Cataluña y Euskadi deben darse cuenta de que gran parte de sus aspiraciones pasan por la evolución cualitativa de España. Quiero decir que cuanto más profundo sea el sentido democrático de los españoles y sus partidos representativos (sobre todo PP y PSOE), más posibilidades tendrán los nacionalistas de alcanzar su emancipación del Estado. Hoy la calidad de la democracia estatal es muy baja, aunque existen amplias capas sociales con un fuerte sentido de las libertades, frente a las cuales hay una mayoría popular sustentada sobre viejos esquemas heredados del franquismo, batida por la ignorancia y a merced de cualquier designio. En esta situación, la independencia es de todo punto inviable.
La única posibilidad, al margen de la opción de la unilateralidad, es el pacto con España, que no va a producirse espontáneamente y que hay que ir sustanciando mediante una estrategia que combine la presión explícita de las mayorías nacionalistas con la oferta de un diálogo exigente que facilite la salida por pura lógica política. Obtenidos unos consensos internos suficientes, hay que reclamar el divorcio a España; pero ha de ser una separación cordial que apele a la razón democrática y a la necesidad de superar el absurdo de que una parte imponga a la otra una convivencia indeseable. Sin el acuerdo con el Estado, ni Cataluña y Euskadi lograrán mantenerse en la eurozona y la Unión Europea. La España celosa, la asfixiante madrastra, debe aceptar el divorcio como un hecho natural y facilitar el ingreso de ambas naciones en las instituciones comunitarias. Mucho de esto se decide en Escocia en 2014. El Gobierno central aguarda con más ilusión que inquietud a que Escocia diga no. ¿Cómo gestionarán Euskadi y Cataluña la eventual negativa escocesa? La presión sobre el pueblo escocés está siendo brutal y se incrementará desde poderes internacionales para impedir lo que, a su juicio, deviene en una atomización de Europa.
Para alcanzar una meta se necesita sentido de la realidad y cierto coraje. La independencia será factible cuando deje de ser una esperanza para constituirse en objetivo. ¡Mucho cuidado con la esperanza! Promete todo y no ofrece nada. La forma más siniestra de despachar a quien solicita una ayuda es proporcionarle una esperanza. Y la relación más cruel que Dios mantiene con los seres humanos que le invocan es a través del humo espeso de la esperanza. En la vida real debería abolirse toda ilusión vana para volcarse solamente en lo que es posible sin esperanza.