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Autopista alemana y vía europea

Aunque Alemania sea la locomotora de Europa, esta arrastra los viejos vagones de sus estados nacionales. Y no se trata de elegir entre germanizar Europa o europeizar Alemania, sino de que Europa supere su división política para dar paso a una Unión de ciudadanos

HE tenido este verano la oportunidad de atravesar en coche Alemania en un par de ocasiones y también de contemplar su territorio entre el Rhin y el Elba desde el aire. La perspectiva aérea ofrece la visión, como trazado por un compás, de un territorio organizado minuciosa e intensivamente en su totalidad. Como si la posibilidad de encontrar un espacio baldío, sin un empleo o actividad definida, resultara culturalmente aberrante. La planificación del espacio para obtener el máximo provecho económico y empleo social se concreta en una sucesión de terrenos ocupados por fábricas, complejos industriales, áreas comerciales, espacios deportivos o campos de cultivo que se extienden sin interrupción cubriendo una inmensa llanura. Resulta una paradoja que una cultura caracterizada por su estricto sometimiento a las normas permita circular por sus autopistas sin limite de velocidad. El viajero acostumbrado a rigurosos límites de circulación pronto queda inmerso en un tráfico desbordante dominado por vehículos de alta gama y un número inagotable de camiones. Una red que conecta un territorio por donde fluye veloz una incesante actividad económica sin importar el día ni la noche. Confirmando todos los tópicos, ningún otro territorio europeo, ni tampoco americano, proporciona una sensación de laboriosidad tan intensa y de organización tan productiva.

Hoy, algunas ciudades del este de Alemania, tras dos décadas de paciente reconstrucción, son sin duda la zona de Europa más lustrosa. Edificios y plazas, parques o museos, todo parece nuevo o renovado. Lugares como Erfurt, Weimar o Dresden albergan un enorme patrimonio cultural y artístico que está siendo acondicionado para convertir esas ciudades en un atractivo destino turístico. La reconversión de la antigua República Democrática Alemana, un área aún relativamente deprimida, ha mantenido a Alemania ocupada durante años. Pero tras su incorporación e integración, la República federal ha adquirido una dimensión que le ha destacado y distanciado del resto de Estados de la UE. El eje franco-alemán que dirigió la Comunidad Europea ha dado paso a una Alemania unificada cuya política económica orienta desde Bruselas a los gobiernos europeos. Y al tiempo que Alemania se agigantaba, la posición de los otros grandes Estados de la UE se ha ido debilitando. Francia ha perdido, tal vez definitivamente, su posición de coliderazgo y el Reino Unido, dependiente en exceso de la City, ha reforzado, al margen del euro, su tradicional distancia insular. Ni Italia, empeñada durante dos décadas de berlusconismo en representar una caricatura de si misma, como tampoco España, devorada por la corrupción, o Polonia, ensimismada en un catolicismo fundamentalista, han sabido aproximarse a la consideración de grandes estados. El resto de los socios, 22 países que apenas representan una quinta parte de la población y la economía de la UE, son actores de reparto. En un proceso sin rumbo definido ni liderazgo europeo, lo mas probable es que las elecciones parlamentarias de 2013 confirmen a Angela Merkel como canciller y en consecuencia se mantengan las posiciones alemanas de exigencia de austeridad fiscal (germanización europea) y falta de compromiso para articular los eurobonos (europeización de Alemania).

Pero Europa no es ni puede ser Alemania. La enorme capacidad germánica para organizar el territorio y la población es una característica cultural que no comparten otras sociedades europeas. Aunque Alemania sea la locomotora económica de Europa, nuestro continente circula muy despacio, arrastrando los viejos vagones de sus estados nacionales. No se trata de elegir, como plantean algunos, entre la alternativa de germanizar Europa o la de europeizar Alemania, sino de que Europa supere su división política para dar paso a una Unión de ciudadanos. Convertir la UE en una gran república unida en su diversidad. Un territorio abierto a la movilidad de sus ciudadanos en el que los estados nacionales dejen de ser los espacios políticos, económicos y culturales dominantes. Esos espacios políticos estatales, cuya soberanía en múltiples aspectos es más ficticia que real, se oponen tenazmente a dar pasos hacia una Unión política dotada de instituciones democráticas y donde los ciudadanos europeos sean soberanos. Europa se consume empeñada en mantener a los estados nacionales como fundamento del proceso sin decidirse en hacer de la ciudadanía europea la base de la Unión. Se mueve renquean a base de los impulsos que se transmiten desde el Consejo Europeo, donde una treintena de políticos nacionales demuestran periódicamente su mediocridad y falta de visión y ambición europeas. A pesar del tutelaje que ejerce sobre el Consejo Europeo, Alemania sigue estando inhabilitada para liderar un proyecto de unión continental. No sólo se trata de su pasado y del recelo que sigue provocando. El proyecto europeo no debe ser liderado por uno o varios estados. Ese es un falso dilema. Por el contrario, debemos avanzar hacia otro modelo integrativo, donde el protagonismo corresponda a la ciudadanía y el objetivo sea encaminarse hacia una república continental. Europa debe transformarse en un espacio político abierto y democrático donde los ciudadanos puedan elegir un gobierno europeo y donde los estados sean actores de reparto y no los protagonistas indiscutibles de la vida política.

La construcción de una Union política europea implica la configuración de un espacio territorial con una lengua común, además de las diversas lenguas locales. La realidad sociolinguística hace del inglés la segunda lengua para una mayoría de europeos y también para buena parte de la población mundial. Sin una lengua común no es posible un espacio realmente abierto al tránsito y a la movilidad de la población. La capacitación lingüística de los ciudadanos europeos resulta una tarea imprescindible que no debiera seguir posponiéndose. Mientras Europa permanece dividida en pequeños territorios por sus barreras culturales, Estados Unidos, Brasil, China, Rusia, India, Canadá o Australia ofrecen a sus ciudadanos grandes espacios de movilidad. La falta de una dimensión europea del espacio continental es una gran desventaja. No sólo económica. Ofrecer a los ciudadanos europeos un marco educativo que les habilite para vivir Europa en su gran dimensión y diversidad debiera ser una prioridad político-económica. La juventud europea necesita nuevas perspectivas más allá de las fronteras de los estados nación.

Hasta ahora los estados nacionales han sido los grandes beneficiarios de la integración. Tras la II Guerra Mundial, compartir un mercado y desarrollar políticas comunes mediante instituciones supranacionales ha facilitado su supervivencia. Pero el empeño por mantenerse como las unidades políticas básicas está ahogando el desarrollo de Europa.

Los nacionalismos de Estado son el principal obstáculo. La renuncia de las soberanías estatales en favor de la Unión resulta más sencilla para las pequeñas unidades políticas y las minorías nacionales que para los grandes y viejos estados acostumbrados a percibirse como unidades de destino histórico. La estatalización de catalanes, escoceses o vascos cobra sentido en la medida que concurra con la europeización, es decir, que el reconocimiento de su personalidad política sirva para dotar de un carácter europeo a su población y favorecer a las instituciones comunes de la UE y a sus ciudadanos como eje de la integración.

Pero el objetivo de una Unión como espacio abierto requiere de unas infraestructuras culturales que doten a los ciudadanos de una opinión pública europea. Son imprescindibles periódicos, radios y televisiones de dimensión europea; grandes cadenas comunicativas que informen desde una perspectiva común y global de lo que sucede en el territorio de la Unión. Seis décadas después del inicio del proceso de integración, los europeos aún no contamos con medios de comunicación comunes a pesar de las ventajas que ofrece internet y la digitalización. Ni tan siquiera con publicaciones semanales o mensuales de ámbito europeo. Continuamos habitando en burbujas comunicativas locales o regionales o, como máximo, de dimensiones estatales. Europa no existe como perspectiva vital (menos de un 5% reside en un Estado distinto al de origen), ni tampoco como espacio comunicativo para la gran mayoría de su población. Dar pasos para superar las barreras culturales y hacer de Europa una comunidad de destino para su juventud no están en la agenda política de la mayoría de fuerzas políticas. Sin embargo, en un mundo que avanza muy rápido y en el que el protagonismo será para grandes unidades políticas, hacer del continente una gran federación abierta a sus ciudadanos es una alternativa, a mi juicio, más interesante que una suerte de confederación de estados nacionales que mantiene sumida a Europa en un proceso no de crecimiento sino de decadencia sostenible.