HABIÉNDOSE dejado el caso Bárcenas sin la debida explicación política dentro y fuera del Parlamento, está justificado en adelante que la ciudadanía tilde de cortina de humo y no de serpiente de verano cuantas acciones emprenda el gobierno de Mariano Rajoy no encaminadas a esclarecer lo sucedido o a asumir responsabilidades. Dicha apreciación se agudiza en el tema de la colonia del Peñón, por guardar la presente circunstancia de un Partido Popular con mayoría absoluta gobernando por decreto, vetando comparecencias y pese a todo de capa caída hasta en los telediarios bajo su dominio, estrechas similitudes con lo acontecido en Argentina, cuando el gobierno de la dictadura militar, durante sus horas más bajas, pretendió galvanizar los sentimientos patrios con la reclamación de las Malvinas, igualmente en las garras de la pérfida Albión.
Pero como hasta los más complejos algoritmos informáticos de la NASA identifican la realidad política española como una democracia, no debemos rehuir departir sobre lo que tercie por miedo a que las palabras sobre el colonialismo oculten los hechos de la corrupción. Es con esta disposición de servicio que cierro filas como es deseo del ministro García Margallo y me dispongo a hablar de Gibraltar.
Es en Gibraltar donde se comete gran parte del fraude fiscal que el Gobierno del PP no solo no persigue entre las grandes fortunas de empresarios y banqueros con el mismo celo que investiga la indebida percepción del subsidio del paro o la simulación de las bajas laborales por parte de los trabajadores sino que hasta lo perdona. Y es allí donde existe el clima social que genera la confianza que siempre nos demanda el presidente del Gobierno para atraer inversiones y financiación.
En Gibraltar, los políticos forjados en la doble moral protestante, sin renunciar a la corrupción que le es propia al género humano, dimiten en cuanto son pillados in fraganti y se cuidan muy mucho de echar la culpa a la prensa. En Gibraltar, su primer ministro no aparece ante sus ciudadanos en los momentos críticos en una pantalla de plasma. En Gibraltar, el partido gobernante no tiene a su extesorero en la cárcel ni este más de cien millones de euros repartidos por todo el mundo en distintos paraísos fiscales. En Gibraltar, el gobierno no precisa esquilmar las arcas públicas en una cuarta parte de su riqueza nacional para entregárselo a fondo perdido a los bancos. En Gibraltar no se permite a la entidades financieras comercializar auténticas estafas como las preferentes entre sus compatriotas. En Gibraltar, la cuarta parte de la población activa no sufre el desempleo. En Gibraltar, la pobre gente no es desahuciada de sus casas por no poder afrontar cuatro meses las cuotas de la hipoteca. En Gibraltar, no padece malnutrición el 28% de los niños ni es preciso abrir por caridad los comedores escolares en pleno mes de agosto para garantizar la dieta saludable en proteínas que sus familias ya no les pueden proporcionar. En Gibraltar, sus jóvenes talentos salen a formarse y no a trabajar en el extranjero por falta de oportunidades. En Gibraltar, el gobierno no ha recortado en ciencia, ni en salud, ni en educación. En Gibraltar, el gobierno no ha subido desproporcionadamente todos los impuestos. En Gibraltar no se ha congelado el sueldo a funcionarios y pensionistas. En Gibraltar no se ha elevado en dos años la edad de jubilación?
Me encantaría seguir hablando de Gibraltar, aun a riesgo de corregir el texto de Platón sobre la ubicación de la Atlántida. Pero, conforme voy avanzando en el relato, se acrecienta en mi espíritu reclamacionista la abierta contrariedad que me hace comprender por primera vez la sinceridad con que los Llanitos de la Roca se desgañitan en declarar a los cuatro vientos con acento andaluz su sentimiento de pertenencia a la corona británica. Porque, efectivamente, la realidad descrita no pertenece a ningún rincón de España. A lo sumo, nos puede tocar algo por Andorra.