ALLÁ por 1844, el Gobierno español encargó a una comisión de ingenieros que elaborase el diseño del ferrocarril que había de implantarse en la península. Dicha comisión fue presidida por el valenciano Juan Subercase. Este, buen ingeniero de obra civil, sabía en cambio poco de trenes. Observando que la orografía española era muy diferente de la francesa o la inglesa, pensó que, si en estos países de orografía más suave necesitaban un ancho de vía de 1,435 metros, para conseguir máquinas más potentes que trabajaran en un terreno más accidentado sería necesaria más anchura. Decidieron que la distancia entre raíles razonable equivaldría a seis pies castellanos. Consecuencia: hoy hay en el Estado diferentes anchos de vía, el ibérico, el internacional y la vía estrecha.
El indudable éxito de la denominada Vía Catalana y la lección cívica que la ciudadanía de Catalunya ofreció el pasado miércoles es una buena atalaya para observar qué se adivina en lontananza y descubrir que la realidad de vascos y catalanes discurre hoy por hoy por vías de distintos anchos.
El origen del fenómeno catalán lo vivimos directamente quienes nos encontrábamos en el Congreso al discutirse el Estatut. De un problema más económico que político se pasó, a través del famoso "cepillado" por el Tribunal Constitucional, el boicot a los productos catalanes y la intolerancia de los medios, a provocar un sentimiento de agresión colectiva a un pueblo.
Para sorpresa de muchos, políticos catalanes incluidos (y por supuesto los que no lo somos), el pueblo explotó en la Diada. Gente que nunca se había planteado no ser española pasó a verlo como algo no tan extraño. Un redescubrimiento de pertenencia. No sabían qué, pero algo había que cambiar.
Súbitamente, la política catalana llegó a un cambio de agujas y entró en la vía de ancho internacional. Si esa nueva dirección es o no reversible, el tiempo lo dirá; pero Madrid no ahorrará en obstáculos y prohibiciones. No faltarán recursos jurídicos a troche y moche ante ese árbitro parcial llamado Tribunal Constitucional.
Las dificultades prácticas, la intendencia, es otro handicap. ¿Qué ocurre si la Administración del Estado no da acceso a los censos electorales? ¿Cómo sustituirlos eficaz y fidedignamente? ¿Cómo hacer para que alcaldes de todos los colores, favorables y contrarios a la consulta, colaboren en su organización? ¿Les temblará el pulso a aquellos alcaldes, o miembros del Govern, que reciban un requerimiento del Gobierno central amenazándoles con multa, inhabilitación o incluso prisión si colaboran? ¿Y los miembros de las mesas electorales, quienes recibirán, sin duda, una misiva en el mismo sentido? No es tan sencillo. ¿Qué pasará? Veremos.
Desde Euskadi, algunos han salido prestos a señalar similitudes y abogar por una política mimética. Que ambos pueblos tienen aspiraciones nacionales es indudable. Pero, a partir de ahí, el peso de nuestra historia de las últimas décadas ha hecho que los vascos, pensando que íbamos en ancho internacional, tomáramos sin percatarnos un cambiador que nos llevó a la vía estrecha.
La diferencia vasca con la situación política que en estos momentos se da en Catalunya es evidente. Por una parte, el factor económico, clave movilizadora de amplios sectores en Catalunya, los más despolitizados hasta la fecha, está ausente en nuestro caso dada la existencia del Concierto Económico.
Por otra, el esquema de partidos en Catalunya es diferente. Mientras que allí existe un partido socialista, PSC, que se ve a sí mismo como un partido autónomo del PSOE y comprometido con la posibilidad de la consulta (aunque mayoritariamente sus afiliados sean contrarios a la secesión), en Euskadi el PSE ni orgánicamente se considera un partido diferente ni hoy se ve reflejado en aquellas pancartas de autodeterminación tras las que esporádicamente se situó al principio de la Transición. Hoy, el PSE mira a Madrid y sus dirigentes aspiran a dirigir el PSOE.
Las fuerzas políticas catalanas tienen muy claro el espacio geográfico que sería objeto de consulta y en su caso solicitud de secesión: las actuales cuatro provincias catalanas. Nadie habla de nada más. En Euskadi nos hemos pasado décadas con una izquierda abertzale echando en cara al PNV su supuesto abandono de la territorialidad, su supuesto olvido de que Euskadi lo componen los seis (siete) territorios y no solo la CAV. ¿Nos pondríamos de acuerdo los vascos en el espacio a plebiscitar? Pero es que, además, si ya los impedimentos legales que impulse el Estado para hacer algo así solo en la CAV serán innumerables como vemos en Catalunya, ¿cuál es la capacidad real de generar hoy la adhesión mayoritaria al derecho a decidir en Nafarroa e Iparralde? La respuesta es evidente.
En Euskadi, a diferencia de Catalunya, continúa pendiente la existencia de un grupo terrorista que no acaba de cerrar la carpeta y cuya sola presencia, aun sin actividad armada, es elemento suficiente, utilizado desde instancias gubernamentales y mediáticas, para desacreditar cualquier proceso plebiscitario a ojos de la comunidad internacional. ¡Si ni siquiera somos capaces de reunirnos cuatro partidos en la denominada Ponencia de Paz!
Por otra parte, la izquierda abertzale acaba de regresar a la política. Es cierto que la kale borroka y las amenazas públicas han desaparecido salvo contadas excepciones, pero su manera de entender la política dista mucho de ser la misma que tiene el resto de los partidos, dista mucho de ser la esperada en una democracia europea. En un ámbito como el de la Diputación Foral de Gipuzkoa, donde la izquierda abertzale ostenta el gobierno, es palmario el desprecio que tienen a la institución legislativa, Juntas Generales, que no controlan. No importa que el legislativo marque una ruta en la gestión de las basuras o que tenga aprobada una norma foral que fija las condiciones de creación de nuevos municipios. La Diputación se encargará de no respetarla. No importa que un expediente administrativo esté cerrado definitivamente, pues si es necesario reabrirlo violentando así la normativa, se hará. Una empresa o ciudadano puede ir a una reunión institucional en las dependencias de la Diputación y encontrarse con que quien le recibe y atiende allí en nombre de la institución no tiene ninguna representación institucional sino partidaria.
Si esto es el presente, su forma de hacer las cosas en el pasado tampoco ayuda a crear un clima de confianza. En efecto, los acuerdos a los que se intentó llegar en el pasado con la participación de la izquierda abertzale siempre acabaron frustrados por la utilización partidista que hizo de los mismos, filtrando informaciones, atacando públicamente a sus contrapartes y dejándoles en la estacada antes que condenar la violencia de ETA.
Una violencia que si algo ha aportado a Euskadi es que la vía en la que transitábamos fuera verdaderamente estrecha, ahondando, fomentando y justificando la separación ideológica entre conciudadanos. Si algo representa la Vía Catalana es precisamente lo contrario.
Algunos han ido a la cadeneta sin darse cuenta de que caían en la incoherencia o quizá no les importa nada ser coherentes. Pues si la cadena refleja algo es la victoria de las vías civiles y pacíficas sobre las basadas en los asesinatos y el terrorismo.
Observemos, pues, desde lo alto de la colina qué depara en el futuro la Vía Catalana, pues de ello devendrán lecciones interesantes, deseándoles lo mejor mientras encontramos un cambiador que nos lleve de la vía estrecha en la que estamos a la del ancho internacional de nuestros amigos catalanes, que muchos anhelamos, y nos aleje definitivamente de la de ancho ibérico donde campan la corrupción y la arbitrariedad.