A propósito de Virginia
La estigmatización pública del dopaje es reciente, se descalifica hoy lo que se ha permitido cuando no fomentado. Y ese cambio moral se pretende explicar en la protección de dos fundamentos, la salud del deportista y la igualdad de oportunidades. Sin embargo...
ESTOY aquí para contaros la verdad". La verdad. Una verdad, en realidad. No siempre la primera es la segunda. No necesariamente la verdad es la realidad. No toda la realidad. Ni la realidad es siempre veraz. No totalmente. Virginia Berasategui ha contado una, la suya. Llorosa. Desgarradora. Desmitificadora quizás. Pero, ¿es la verdad? ¿No hay otras verdades tras el dopaje, el deporte de élite, la persecución a las ayudas exógenas al rendimiento, la ley misma que las prohíbe? Dice el filósofo Javier Sádaba que la verdad, si no es entera, se convierte en aliada de lo falso; pero en esto, como en tantas otras cosas, ¿cuál es, dónde está, la entera verdad?
El deporte de élite, las hazañas deportivas, crean ídolos, referentes, a los que la sociedad concede, justamente o no, un estatus de privilegio y un reconocimiento -para muchos desorbitado-, más o menos dotado económicamente en virtud de la especialidad deportiva en la que se realizan. Ha sido así incluso antes de que la sociedad se denominase "moderna". Se puede comprobar aún en países en los que el nivel de desarrollo y bienestar general está muy lejos de esa, digamos, "modernidad". Esa tal vez desproporcionada admiración a la que tan proclive es la masa social, especialmente cuando se le incita a ella por intereses que poco tienen que ver con el puro deporte, siempre lleva implícita sin embargo una humana y privada dosis de celosa envidia. Pregúntense: ¿Cuántos de ustedes rechazarían ser un atleta de éxito? Ese sentimiento provoca, en sentido contrario, una reacción cuando se comprueba, o simplemente se intuye, que el éxito deportivo está basado en una trampa. O en una treta.
En el caso del dopaje, además, dicha reacción halla fundamento en la ley, en las normas, y en una especie de moral pública que, especialmente en el último cuarto de siglo y coincidiendo con el exacerbado auge socio-económico del triunfo deportivo, impulsa a perseguir a quien incurre en dicha práctica, a exponerlo mediáticamente en una especie de actualización de lo que se hacía con los condenados al cadalso. Así, la estigmatización que en la mayoría de las ocasiones sufre el deportista que ha dado un positivo es, curiosamente, superior a la de quienes también han defraudado la confianza de la sociedad pero lo han hecho en otros campos. Aun en el caso de que, en el fondo, se trate de lo mismo: burlar en busca de un beneficio propio los controles y normas con que se ha dotado la sociedad. En palabras simples, ¿es más cuestionable (y más peligroso) socialmente la práctica dopante de un atleta que circular a 140 kms/h? ¿Es más condenable mejorar artificialmente el rendimiento físico que defraudar a Hacienda? Freud lo hubiese dicho de otro modo: sorprende que la moral pública sea exactamente lo que nosotros creemos que debe ser.
Y creemos que debe ser por costumbre. La moral pública no es sino el producto de un proceso de aprendizaje que acaba por marcar la conveniencia o no de los comportamientos sociales. De hecho, la fuerte estigmatización del dopaje es relativamente reciente y se explica en el énfasis con que las autoridades deportivas y políticas descalifican públicamente lo que durante años -y en no pocos casos aún hoy- han permitido cuando no fomentado. Ese cambio de percepción moral se ha pretendido explicar, sobre todo, en la protección de dos conceptos: la salud del deportista y la igualdad de oportunidades. Sin embargo...
"Mi cuerpo está destrozado por las lesiones y mi mente, rota por los sacrificios y la exigencia que acarrea este deporte". La frase también pertenece a Virginia Berasategui. La pronunció en la misma rueda de prensa en la que admitiría que se había dopado. Un muy reconocido médico deportivo que ha llevado la preparación -y cuidado de la salud- de varios de los principales ídolos deportivos de este país, solía definir el estado de forma física ideal como aquel que se sitúa en el límite rayano con la enfermedad. Y no es extraño comprobar en deportistas de élite retirados secuelas físicas, en algunos casos relevantes, a consecuencia de lesiones sufridas a lo largo de su carrera deportiva. En otro plano, Tony Martin, ciclista alemán del Omega Pharma, campeón del mundo contrarreloj, acaba de denunciar que "el Tour está jugando con nuestras vidas". Martin no se refería al dopaje ni a las tremendas exigencias físicas de la carrera que lo impulsan, sino a la decisión del Tour de incluir en la 18ª etapa dos escaladas al legendario Alpe d'Huez y, en medio, un descenso "en una carretera vieja, estrecha y llena de irregularidades, no hay barreras protectoras y a la derecha hay un precipicio de 30 o 40 metros. Si un corredor falla en un curva, hasta ahí habrá llegado. El doble ascenso puede ser un gran espectáculo para los aficionados, pero el descenso es criminal". Son solo ejemplos pero, en estas circunstancias, ¿es lícito dar base a la moral pública contra el dopaje en la necesidad de preservar la salud del deportista?
Además, y en todo caso, la salud propia del atleta -como la de cualquier persona- compete única y exclusivamente a este, a su capacidad de raciocinio y su libertad y responsabilidad personal y, a lo sumo, a su entorno más cercano. Solo si el concepto a proteger no es la salud propia sino la salud pública estaría justificada la persecución del doping. Pero, en ese caso, ¿por qué no se practica respecto a otros problemas de salud pública? Pongamos por caso el tabaco, según todos los estudios médicos notoriamente más dañino y costoso para la salud pública pero también más peligroso para la salud privada. Siendo esto así y sin siquiera entrar en que su consumo ha sido incluso fomentado durante décadas desde las instancias públicas, incluso en forma de monopolio, ¿por qué no se fomenta desde lo público la misma estigmatización de quienes fuman, venden o comercian con el tabaco?
El segundo concepto a proteger por la lucha contra el dopaje sería el de la igualdad de oportunidades de los deportistas en competición, entendiendo que el dopaje no es utilizado de forma generalizada porque no está al alcance de todos los competidores. Sin embargo, en pleno siglo XXI y con la profesionalización -o la versión economicista- del deporte, la premisa de la igualdad es evidentemente falsa.
Dejemos a un lado el dopaje. ¿Disponen de las mismas oportunidades el Barcelona y el Málaga con el actual reparto de los ingresos televisivos? ¿Parten con igualdad de posibilidades el Real Madrid o el Athletic con el distinto nivel de exigencia de cumplimiento de la fiscalidad? ¿Es lo mismo disputar el Tour en el Sky, con más de 20 millones de euros de presupuesto, que en Euskaltel, con 9? ¿Tiene las mismas opciones un atleta nigeriano que prepara los 100 metros sobre arena que otro estadounidense que lo hace en el túnel del viento? ¿No hay desigualdad entre un nadador al que se le realizan estudios biométricos, dietas alimenticias y se le facilita apoyo sicológico y aquellos que, con tanta o más capacidad física original, no cuentan con todo ello?
Dicho de otro modo, en el deporte de élite, ¿en qué queda la igualdad de oportunidades, dónde se encuentra el límite de la salud propia? Por tanto, ¿qué justifica la moral pública contra el dopaje? Desde luego, no los principios que se han presentado hasta hoy como su fundamento. Exagerando, quizás ni siquiera lo haga la imprescindible -yo, al menos, no voy a osar cuestionarla- protección a las nuevas generaciones de deportistas, toda vez que la precocidad es cada vez mayor y menores en edad cada vez más temprana alcanzan ya el estrellato en todas las disciplinas, en muchos casos a costa de su físico futuro, su preparación y su desarrollo personal. Pero, entonces, ¿sería lógico despenalizar el doping? Arthur Conan Doyle, que además de escritor y profundo analista de la condición humana, como médico se preocupaba de la salud y además fue jugador profesional de rugby, portero de fútbol y boxeador; dijo en cierta ocasión que "una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad".