LA democracia se ha hecho hoy universalmente popular sencillamente porque es el mejor sistema político que puede tener la humanidad". Así señalaba, en 1996, el sociólogo británico Giddens -uno de los arquitectos de la socialdemocracia moderna- la supuesta renovación de la política occidental a través de su teoría de la Tercera Vía, encumbrando ese mal menor, la democracia, al que hemos llegado a acostumbrarnos como expresión sublime del pensamiento neoliberal dominante en el orden político actual. No hacía falta que Angela Merkel nos recordara que los Estados, según en qué materias, iban a dejar de ser soberanos. Lo sabíamos hace años. El mejor ejemplo de la usurpación de soberanía neoliberal lo encontramos en el campo de la economía, verdadero motor de los países. Los eurócratas han cruzado todas las líneas rojas respecto a lo que E. P. Thomspson definió como la "economía moral de las clases populares", invadiendo campos que van más allá de las normas de seguridad social lógicas, pasando a controlar las pensiones, los impuestos, los salarios, el mercado laboral y la administración pública de los países conocidos como PIGS. En definitiva, gobernando a su antojo sin que nada ni nadie les recrimine desde los gobiernos elegidos.

Dicen que la historia se repite. Si esto es así, también nos deberían decir que se repiten las reflexiones que el ser humano hace sobre su propia historia. Pero, afortunadamente, no se repiten solamente las ideas sino también los errores de previsión. Este totalitarismo económico que nos invade, ligado a la especulación de los mercados, ha conducido a la sociedad a una crisis económica y social desconocida por su magnitud, pero no por su fondo. La experiencia histórica nos indica que estas crisis siempre se han resuelto mediante guerras. Por eso esa emergencia de austeridad impuesta obligatoriamente por las democracias neoliberales nos asusta. Esta coyuntura económica, preservada por el engaño de la socialdemocracia, permite que los avances democráticos considerados como progreso no estén siempre asociados favorablemente, en ocasiones ni siquiera en periodos largos como sugería Kondatriev, con redistribuciones económicas o reducciones de pobreza. Lo que nos puede conducir de nuevo al conflicto.

La imposición financiera constituye un problema político de gran calado, aunque ajeno a la globalización de los mercados, atacando directamente a la democracia soberana de los pueblos. Con esto, me refiero a esa legitimación orgánica que los países desempeñan desde el Tratado de Westfalia, cuyo resultado más sobresaliente fue la ruptura con el feudalismo. No me cabe duda de que todos sabemos que la conquista de la democracia, considerada como el ejercicio de elección por la ciudadanía, se ha conseguido después de un largo proceso de luchas sociales, apuros económicos y rupturas políticas conseguidas normalmente gracias a las revoluciones de los pueblos. No podemos despreciar que el concepto inicial que fue tejiendo el sentido democrático trataba de incorporar a toda la población bajo las mismas oportunidades económicas en unas condiciones que fuesen equilibrando un progreso creciente, bajo el amparo de la equidad.

En este sentido, esta forma política llamada democracia va más allá de esfuerzos realizados para una redistribución inmediata de algunos bienes y acceso a los servicios básicos. Entender esto es sencillo. Su intento no fue otra que centrarse en restablecer compromisos estructurales con la comunidad, aproximándose a la universalización de la protección social apoyada en la participación política, bajo un paraguas que protegiese el desarrollo de las capacidades que se requieren para asumir compromisos y responsabilidades sociales y cívicas.

Hasta aquí, en pureza, la democracia se puede considerar no como lo menos malo, sino como lo más idóneo. Bien es cierto que para desarrollar una estructura política sólida que acompañe a este proyecto, las fuerzas políticas deben de asumir riesgos, aunque nada más sea, y creo que es mucho, para que la continuidad y el fortalecimiento del sistema democrático sea real.

La revalorización de la ciudadanía no tiene necesariamente que desembocar en prácticas sociales y políticas selladas por el individualismo, que son la propuesta definitiva de estas teorías. Es posible renovar y ampliar las instituciones y los acuerdos sociales que vinculan a la ciudadanía con la recuperación y el ejercicio de valores comunes. Con el potencial de la solidaridad y con el compromiso colectivo de alcanzar mínimas condiciones de equidad para todos, usando para ello la técnica que nos proporcionan las reflexiones de la historia. Pero, para esto, hay que valorar a la política en su justa medida.

La política es una capacidad innata en el ser humano que, adicionada al sentido común, justicia e integridad moral, está presente en la naturaleza de todos los hombres. El contenido de esa potencialidad nos permite concluir que todos tenemos una capacidad natural de entender y comprender los asuntos públicos, para tomar aquellas decisiones que van a proporcionar un mayor beneficio para la comunidad. Según Protágoras, sofista griego que implantó en Turios la educación pública y obligatoria, el conocimiento de la política es un talento natural que no se encuentra con la misma intensidad en todas las personas, sino que difiere de unos a otros al igual que ocurre con el resto de los saberes. Sin embargo, en este estado natural no es más que una hipótesis que necesita de un estímulo externo, la educación, para que se materialice y pueda ser aplicado.

Pero pensar en la actualidad en este tipo de educación sería un ejercicio de ingenuidad, tal y como nos señala el educador brasileño P. Freire, ya que las clases dominantes no están dispuestas a desarrollar una forma de educación (en ningún aspecto, no solo en el político) que permitiese percibir de forma crítica las injusticias sociales a las que nos somete el mercado financiero. Ya que la calidad de este impulso sería la que, en definitiva, determinaría el grado de destreza que cada persona alcance en el arte de la política.

Nuestra historia como seres humanos ha construido un tejido social muy complejo cuyo rasgo más distintivo es el creciente pluralismo en visiones, intereses y formas orgánicas. El problema siempre ha saltado cuando estas realidades no han tenido paralelo en el circuito institucional y en las concepciones programáticas y prácticas de los partidos políticos. Este desfase, entre este pluralismo frente a una institucionalidad que no puede expresarlo, genera tensiones que complican la construcción de vínculos para el desarrollo democrático y la justicia distributiva. Nos dicen que la democracia es el sistema menos malo, pero ¿por qué nos tenemos que conformar con eso?

Cuando la economía social de mercado, muy cercana a la propuesta socialdemócrata, no encuentra dificultades de éxito ni se siente en absoluto amenazada debido a que los agentes económicamente más poderosos encuentran las condiciones para distorsionar la acción estatal, obteniendo rentas institucionales injustificadas y ejercer poder político, ¿por qué es el mejor entre lo menos malo? Más aún, cuando el capital conlleva la posibilidad de control, no solo sobre bienes sino sobre personas, quizás no pueda ser considerado como el sistema menos malo puesto que su esencia inicial se ha travestido.

Hoy, el concepto de democracia se concibe vinculada a la economía capitalista, considerando este mestizaje como la auténtica democracia bajo la existencia de unas condiciones que no garantizan el gobierno efectivo del pueblo sino solo de aquellos que pueden permitir que los mercados funcionen libremente. Puede decirse que la democracia no solo no es un componente imprescindible del orden social, sino que es claramente relegable al del mercado. Estamos sufriendo un desplazamiento del poder desde los gobiernos a los mercados, cuya consecuencia es una pérdida de autonomía de las autoridades estatales en la elaboración de la política económica, como nos ha vuelto a anunciar Merkel desde Alemania. Se ha producido una abdicación de las democracias frente a las fuerzas anónimas e incontroladas del mercado, hasta tal punto, como dijo Hayek, que somos capaces de violar el orden político democrático si de esa manera se salvaguarda el orden del mercado. Son los precios, no los votos, los que han pasado a ser la clave de bóveda de todas las relaciones sociales, presumidamente democráticas. No es tarde para señalar que esta democracia se identifica con el equilibrio del intercambio cuya codecisión se expresa por medio de los precios.

El mercado construye la libertad para la democracia que se asocia a esa libertad no es necesario el escenario adicional del Estado, considerado como el ámbito en donde da lugar la política. Hoy, su presencia presenta un carácter no ya secundario, ni tan siquiera subsidiario, sino sencilla, perfecta y preferentemente prescindible. Con lo que ya no estamos ante esa disyuntiva de que lo mejor es siempre lo menos malo, ya que la democracia neoliberal de la Tercera Vía ha establecido la escasez, no solo como punto de partida sino como condición natural de la actividad humana.

Busquemos un sistema distinto, ni mejor ni peor, distinto. Busquemos un sistema que económicamente no sea excluyente e inhóspito por medio de una cultura política que ofrezca resistencia al mercado global y a los estragos que genera. Lo que hoy nos dicen, como mejor por menos malo, no es democracia.