CUANDO los lunes al sol pasan de seis millones de personas, los rayos del divino astro ya no producen más que sombras humanas que deambulan por las esperas vacías de las oficinas del INEM, o por los bancos entristecidos de los parques que palidecen ante una realidad que está envuelta en papel de celofán, como un envoltorio de regalo dentro del cual no hay nada.
Lo peor de todo es la inmersión en un laberinto de soluciones financieras que nos pierden ya desde la primera palabra a causa de su lenguaje virtual ante un problema real. Vivimos expectantes ante las estadísticas a ver si sube o baja la Bolsa, mientras que los números, también cuando son verdes, hielan el alma de las personas que aprendieron en su infancia que el derecho al trabajo es uno de los derechos humanos.
Sabemos que nadie va a ir a buscar a nadie a casa. Que la cultura del esfuerzo es también un activo para una sociedad, que el autoempleo es una posibilidad, que es necesaria la financiación de las pequeñas empresas, que hay quien sale adelante porque pone toda la carne en el asador y nunca rechaza nada, hoy aquí, mañana allí. Claro que con este razonamiento podemos llenar de culpabilidad a una persona y a otra y a otra, pero a seis millones?.
Vivir en el paro es el dolor del presente y la desesperanza respecto al futuro. Una sociedad en la que los grandes números se mueven sin control entre minorías, mientras otra masa significativa de personas tiende a alimentarse de la ayuda familiar o, cuando toda la familia está en paro, se alimenta de lágrimas pese a los movimientos sociales que intentan amortiguar el golpe; no es una sociedad humanitaria, no es una sociedad humana.
A pesar de que las fiestas, a veces, inundan la geografía, la tristeza que degrada el alma hace que la fiesta sea como la risa hueca de la carcajada. Con más alcohol no se diluyen las lágrimas y además provoca que aumente el caudal de lágrimas, pero a veces se esconden, se disimulan, se graban, sobre todo en el bar, como un tatuaje, en la piel de una autoestima en sus cuotas más bajas.
Una vela en el altar de las horas va quemando la vida, las relaciones familiares, las ilusiones, el deseo de volver a casa, o quizá también, las ganas de que ya se acabe la vida. Sí, porque una vida sin esperanza es una vida acabada. Es como dejar pasar el tiempo, gota a gota, segundo a segundo, como un grifo mal arreglado en una celda carcelaria. Y tener el carnet de inutilidad sin renovar para sentarse en la oscura nube gris del desempleo.
Dicen que de la experiencia de dolor surgen las grandes renovaciones personales y sociales, pero a uno le cuesta entender que puede surgir lo mejor de lo peor. Porque lo bueno, en el sentido machadiano del término, tiene que ver también con la bondad, con una organización diferente de la sociedad. Porque la enormidad del sufrimiento debido al paro no necesita solamente soluciones técnicas. Requiere otro modo de pensar.
Hay situaciones en que las ganancias de las grandes empresas aumentan y, en la misma medida, crece la pobreza. Una sociedad que decrece económicamente puede cambiar sus criterios de organización social y disminuir la pobreza, organizar la producción de otra forma, compartir, que es la madre del tejido social humanitario, pero no un compartir lo que sobra y dárselo a los que tienen poco, sino una organización social diferente que necesitan muchísimas personas concienciadas desde dentro. Y no se trata de poner más palos a la rueda de la maltrecha democracia, sino seguir trabajando especialmente en la educación y en todos los medios de comunicación para que cuando se produzca el voto, cada urna se llene de humanidad, porque otra sociedad es posible, y otra manera de organizarla, pero hace falta muchas personas hormiga, con su granito a cuestas que, como en el tema de paz, con un granito se haga granero.