LA gestión de la crisis en España es una patata caliente que lleva impresa una sola pregunta: ¿Quién paga la factura? Inicialmente, cuando la crisis se manifestó con el estallido de una burbuja inmobiliaria, las empresas del sector trataron de endosarle la patata caliente a las entidades financieras acreedoras, fundamentalmente las cajas de ahorro, lo que hizo que la crisis se viera como crisis bancaria, y también a las empresas de sectores como el energético, en las que habían adquirido importantes paquetes accionariales, muchas veces mediante multimillonarios préstamos procedentes de los bancos y donde al grito de "¡quiero mi dividendo!" reclamaban desde los consejos de administración en donde habían aposentado sus reales reparto de beneficios para pagar deudas sin tomar en cuenta el elevado endeudamiento de estas mismas empresas, generado en las aventuras expansionistas de allende fronteras.

Los bancos y grandes empresas le trasladaron la patata al Estado, empezado por una reducción drástica en el pago de impuestos -entre los años 2008 y 2010, cuando el PIB cayó en 4.000 millones de euros, dos millones de personas perdieron su empleo y los ingresos fiscales por IRPF disminuyeron en 6.000 millones, la recaudación por impuesto de sociedades se redujo en 30.000 millones-, lo que provocó un endeudamiento acelerado de las administraciones públicas y que la crisis pasase a ser una crisis de deuda soberana.

El Gobierno español decidió que la factura se iba a repartir entre tres actores principales: en lo que corresponde al sector financiero, el daño recaería sobre las cajas de ahorro, que desaparecieron como por arte de magia en unos pocos meses, reconvertidas en bancos o en entidades intervenidas que poco a poco irán pasando a manos de los grandes bancos que se han quedado con todo el negocio.

Para calmar las aguas en los consejos de administración de constructoras y de las grandes empresas que se endeudaron para financiar su reconquista de América, se ha comenzado a convertir en mercancía una parte de los servicios públicos que constituyen las redes de protección social de los ciudadanos. Empresas constructoras y otras siguen rápidos cursillos de reciclaje y pasan a gestionar hospitales, residencias de ancianos y, por qué no, universidades y centros de formación superior si el gobierno se decide a avanzar en la línea que le sugiere el último informe de un grupo de banqueros con ínfulas de expertos en educación superior y meritocráticos sabios universitarios con asco a la tiza y prendados del american way of life. Eso sí, en todos los casos, de lo que se trata es de sacar beneficios seguros con la garantía del Estado y que el riesgo de la inversión en infraestructuras corra por cuenta del sector público.

Pero para cubrir los 1,4 billones de euros en préstamos que tiene contraído el sector empresarial no resulta suficiente la privatización de unos cuantas empresas y servicios (con reparto de lo público entre agentes privados que alcanza también a negocios más conspicuos, como por ejemplo el reparto de los registros civiles, nacimientos y nacionalidades para los registradores de la propiedad, o matrimonios para los notarios; al fin y al cabo ¿los niños no son de los padres?, ¿no es el matrimonio un contrato entre partes?). Por eso también tendrían que pagar la factura los asalariados, para lo cual se congeló empleo público y se hizo un recorte a los salarios de los funcionarios y asimilados, y se decretaron por vía de urgencia sendas reformas de las reglas del mercado laboral, de la mano del PSOE a mediados de 2011, y posteriormente por el PP con mayor contundencia en febrero de 2012, orientadas a acabar con el sistema de negociación colectiva sectorial para abaratar los despidos y la reducción de los salarios en el sector privado.

Pero ni por esas: tras bajar en dos años de un 60% a menos de un 40% los trabajadores y de un millón y medio a menos de 700.000 las empresas cubiertas por algún convenio colectivo, los asalariados vieron reducidas sus remuneraciones en 2012 en 27.600 millones de euros, 12.000 millones por la caída de la actividad y 5.000 dedicados por las empresas al pago de impuestos indirectos. De modo que el aumento de los beneficios registrado en 2012 apenas da para pagar la sexta parte de los intereses de esa enorme deuda empresarial acumulada, que debe rondar los 60.000 millones de euros anuales.

Como la reducción directa de salarios consecuencia del desempleo y el debilitamiento de la negociación colectiva no es suficiente, se ha designado un tercer pagano, constituido por las clases dependientes de las transferencias de rentas públicas: ancianos, pobres de pedir, niños, discapacitados y enfermos crónicos.

Trasladando a las comunidades autónomas el peso del ajuste fiscal, se pretende reducir el tamaño de los sistemas de protección social, al tiempo que se externalizan al capital privado la mayor parte posible, y limitar las transferencia de rentas a las que tienen derecho los ciudadanos, bien mediante sistemas contributivos (pensiones y seguro de desempleo) o por situaciones de carencias personales y familiares básicas. Habiendo alcanzado los 20.600 millones de euros en 2010, en 2011 el gasto de las comunidades en protección social se redujo en mil millones de euros, y en 2012 en otros 1.300 millones; el gasto en infraestructuras, que en 2009 alcanzó los 14.000 millones de euros, se ha venido reduciendo desde entonces hasta los 9.200 comprometidos en 2012. En los últimos dos ejercicios, el gasto en sanidad de las comunidades autónomas se ha reducido en 3.200 millones de euros; en educación en 2.900 millones, recorte destinado no a aliviar el déficit, sino a pagar un aumento de 6.000 millones de euros en deuda pública a los acreedores.

Bajo el lema de la necesidad del ajuste de las Comunidades Autónomas está en juego algo mucho más importante que el equilibrio de las cuentas públicas. Se van perfilando los rasgos de un nuevo modelo social que se está construyendo con los restos del extinto modelo europeo de servicios y prestaciones sociales universales. El denominado Estado del bienestar, que aquí apenas llegamos a intuir parcialmente en las últimas décadas del siglo XX, ha cedido ante la presión de los intereses corporativos que tienen influencia política real, y lleva camino de convertirse en un conjunto de servicios básicos de salud y educación con una creciente gestión privada y financiación pública vía impuestos, que ofrecen apenas un nivel de supervivencia vital y cultural a toda la población, y un sistema de transferencias de renta destinados a regular las situaciones de indigencia y de pobreza dentro de límites tolerables, es decir, para que no provoquen reacciones sociales significativas.

Más allá de este medioestar, el bienestar se reserva para quienes teniendo recursos económicos propios pueden adquirir los productos y servicios que ofrece un capitalismo incapaz de sobrevivir por su cuenta y riesgo en un mercado subvencionado y garantizado por el Estado. Poco a poco, todos los servicios (educativos, sanitarios, de atención personal) van adquiriendo un precio, preparando su salida y conversión en mercancías, desde la atención primaria en salud hasta los doctorados universitarios, desde los cuidados a ancianos hasta las pensiones. En la medida en que los servicios se ofrecen por entidades privadas, se gestionan como empresas, es decir, la rentabilidad económica es la única que se valora, el análisis coste-beneficio el único criterio de validez.

Esta evolución ha permitido ya que las empresas hayan podido reducir su endeudamiento neto respecto al de 2009 en 250.000 millones de euros. A cambio, las familias con menos ingresos de mercado, menos prestaciones sociales y más impuestos, han reducido su balance financiero en 75.000 millones, y el Estado, con menos ingresos tributarios, ha aumentado su endeudamiento neto en 220.000 millones de euros.

Nos han embarcado en un viaje que nos lleva de la prestación universal al aseguramiento generalizado, de las políticas de rentas a la beneficencia; de la protección social pública a la protección social de mercado, un intento bastante avanzado de reinventar el mutualismo del siglo XIX, mercantilizado y con garantías públicas.

?Y a todo lo anterior, con total desparpajo, se denomina "reformas estructurales".