QUIZÁS sea un poco tarde para recordar que el día 21 de febrero se conmemoró el día internacional de la lengua materna. Pero la tardanza no es trascendente si de nuestras lenguas maternas se trata. Porque el idioma es, a la vez, el centro del alma y del cuerpo de la nación, es la médula misma del pueblo. El idioma que hablamos, y que aprendimos junto con el beber la leche de nuestras madres, es parte objetiva de nuestras sociedades, refleja nuestro modo de ser y representa la imagen que hemos hecho del universo que nos rodea.
Sin garantías jurídicas para hablar nuestro idioma materno, nuestras sociedades están incompletas y no pueden ser sociedades en las que gobierne la libertad, sino únicamente esquemas políticos totalitarios que instauran relaciones de poder cultural y de dominación lingüística. En estos diseños no democráticos, un solo sector étnico -el que domina la lengua del poder- es privilegiado y la mayoría de ciudadanos son desdeñados o desconocidos por el Estado. La afirmación del derecho a utilizar nuestro propio idioma en ámbitos privados y públicos es una exigencia ineludible para la construcción de una sociedad democrática en la que se pueda tener un buen vivir.
Y justamente la instauración del día de la lengua materna es un reconocimiento internacional -hecho por Unesco- a la lucha por la democracia que los universitarios de Bangladesh, integrantes del Movimiento por la Lengua, desplegaron para exigir que en su país acabara la dominación colonial y se reconociera como lengua oficial el bangalí, idioma materno de la gran mayoría de personas de ese país. Varios integrantes de este movimiento fueron muertos a causa de la carga represiva que el Estado colonial desplegó contra una manifestación pacífica el 21 de febrero de 1952.
Y es que la resistencia contra el colonialismo tiene que ser entendida como una resistencia a la más absurda de las dominaciones a la que puede ser sometido un pueblo. Y aunque muchos no queramos reconocerlo o no nos demos cuenta, en muchas de nuestras formas sociales y nuestras representaciones jurídicas persiste aún la colonia. Una de las más eficaces formas de dominación que los esquemas coloniales impusieron en nuestra América fue el imperialismo cultural y jurídico: hacernos creer y convencernos de que nuestro mundo, todo lo nuestro cultural, nuestras lenguas, eran lo errado y que todo lo que viniera de la metrópoli era lo normal, lo correcto, lo considerado culto. Nuestros idiomas fueron constituidos, mediante este imperialismo, en idiomas anormales, minoritarios, rústicos, en expresiones sociales expulsadas del ámbito de la legalidad, a los que había que borrar para siempre e imponer en su lugar los idiomas doctos de la anciana Europa.
Se trataba, en el esquema colonial, de acabar con nuestra conciencia de grupo, de hacernos desaparecer en nuestra propia memoria: que nos olvidemos de nosotros mismos y que olvidemos nuestros propios idiomas. La reprobación de la autoconciencia cultural buscaba acabar con el concepto racional y el sentimiento de cariño que nos permitía participar en nuestro grupo lingüístico originario.
Este modelo inmoral de desconocimiento fue legitimado por el sistema político colonial y en el periodo republicano fue replicado por las formas jurídicas que prohibieron prácticamente que pudiéramos hablar en el mundo legalmente construido y ser parte de nuestra asociación cultural originaria de manera consciente y libre. La castellanización de nuestras sociedades autóctonas es todavía, en la actualidad, una parte elemental de ese diseño colonial de dominación.
Como nada dura para siempre, las representaciones ideológicas coloniales, que chocan claramente contra la libertad y la racionalidad, han entrado en su decadencia última. Las luchas de los pueblos vienen ampliando paulatinamente los derechos y han dado lugar al desarrollo de los derechos humanos individuales. Junto a ellos han surgido los derechos colectivos: esos de los que son titulares las sociedades, los grupos humanos como conjuntos culturales. Estos derechos de los pueblos propician y hacen posible el disfrute de los derechos individuales, son en última instancia el presupuesto de la buena vida y la libertad. Una porción de esos nuevos derechos son los derechos lingüísticos.
Desde un punto de vista ético, ya no es posible sostener que un grupo cultural tiene más derecho que otro a utilizar su lengua, difundirla y hacerla subsistir. Tampoco es jurídicamente posible sostener que diferentes lenguas que se hablan en un país tienen un valor diferente. Por el contrario, toda lengua es parte del patrimonio común de la humanidad, cada uno de los idiomas del mundo es fruto de miles de años de creación humana y cada vez que se extingue un idioma nuestro patrimonio cultural común se hace más pequeño. Aniquilar un idioma es tan grave como incendiar y convertir a cenizas un museo o condenar a la inexistencia a una nación entera.
La extinción de los idiomas debido a la dominación cultural y a causa de la injusticia lingüística debe ser proscrita por ley. Los derechos lingüísticos deben ser reconocidos jurídicamente de manera formal por las legislaciones nacionales. En este sentido, Unesco aprobó en junio de 1996 la Declaración Universal de Derechos Lingüísticos que reconoce derechos a las comunidades lingüísticas. Esta Declaración establece que todas las lenguas tienen igual valor por ser la expresión de una identidad colectiva y de una manera distinta de percibir y describir la realidad. Por ello, en un contexto democrático, el Estado debe dotar a todas las comunidades lingüísticas de las condiciones necesarias para su desarrollo. Toda persona tiene derecho, por ejemplo, a relacionarse y a ser atendido en su propia lengua por los servicios públicos o administrativos.
Debido a la subsistencia del colonialismo en la cultura jurídica latinoamericana, los modelos constitucionales no contemplan a plenitud estos derechos. Por el contrario, como la Carta peruana de 1993, imponen el castellano como idioma oficial para su uso en todo el territorio del Estado y restringen la utilización, "en las zonas donde predominen", del "quechua, el aymara y las demás lenguas aborígenes, según la ley". Estas disposiciones constitucionales tendrán que ser revisadas oportunamente para hacerlas compatibles con el nuevo sentido común sobre el reconocimiento pleno la pluralidad lingüística.
Existe, sin embargo, un creciente número de normas legales que se vienen ocupando del el uso, la recuperación, el fomento y la difusión de las lenguas originarias. Estas normas vienen reconociendo un listado de derechos lingüísticos individuales, pero, por lo general, la progresiva legislación latinoamericana carece de garantías para los derechos lingüísticos colectivos, a lo más únicamente establece algunos medios de actuación del Estado para promocionar los derechos de las comunidades lingüísticas, para registrar las lenguas originarias e instituir alguna tímida política estatal respecto a las lenguas en erosión y peligro de extinción.
Se debe reconocer que estas normas jurídicas sobre la lengua surgen, en nuestra América contemporánea, de una realidad social que ha heredado muchos de los esquemas de dominación cultural de la colonia, pero son también herramientas que inicialmente pueden servir para ayudar a emanciparnos de esos esquemas injustos, inmorales y antidemocráticos.
Son normas que pueden mejorarse y, sobre todo, deben aplicarse de manera urgente: varios estudios indican que durante este siglo podrían extinguirse el 80% de las lenguas del mundo y, sin ir muy lejos, en Cusco, la ciudad abuela de América, desde 1990 menos del 50% de los padres transmitió su lengua originaria -el quechua o runasimi- a sus hijos. ¡Apuraylla ruwasun!