La 'marca España' y la conducta de los españoles
CON motivo de la actual y profunda crisis económica, debida en gran parte al pinchazo de la gigantesca burbuja inmobiliaria, alimentada incesantemente durante al menos los últimos quince años por unos y otros, se escuchan y leen constantes invocaciones a la debilidad de la marca España y los problemas que ello comporta, en especial a la hora de calcular la famosa prima de riesgo o incluso sufrir expropiaciones de nuestras empresas en el extranjero.
El problema es, a mi juicio, bastante más profundo y complejo y afecta, en general, a la manera en que el mundo ve al país y a los españoles. Así, cuando uno se refiere, por ejemplo, a Alemania, es fácil predecir que se piensa en una nación seria y potente industrial y financieramente. Sus productos, ya sea coches o maquinaria, se considera que son de buena calidad y, por tanto, confiables. Los alemanes no se considera que sean especialmente divertidos o chistosos, sino más bien fríos y cuadrados. Sin embargo, cuando uno trata con ellos, o va a comprar sus mercancías, no le importa su carácter, sino que la máquina funcione bien. Esa confianza que han conseguido de los potenciales clientes se traduce en volúmenes crecientes de sus exportaciones y, en resumen, en una potente valoración de la marca Alemania.
Tomemos ahora el caso de España: tradicionalmente, el país, aparte de haber vivido durante gran parte de los siglos XVIII, XIX y buena parte del XX bastante alejado de la Europa más avanzada, social e industrialmente, y de no haberse molestado, en general, en aprender idiomas y relacionarse con ese mundo exterior, ha venido cultivando una imagen bastante a contracorriente. De España sabía el mundo la abundancia de sol, sus estupendas playas, su fiesta de toros, la influencia de la Iglesia católica y alguno más interesado o culto conocía, quizá, su rico tesoro artístico, sus pintores y poco más.
Los que hemos vivido bastante tiempo fuera del Estado o frecuentado por nuestro trabajo profesional a muchos extranjeros, en especial europeos occidentales o estadounidenses, nos hemos encontrado con la existencia de muchos estereotipos sobre el carácter y realidad de España. La mayoría de tales clichés no son precisamente lisonjeros o favorecedores. Para tales extranjeros es el país del mañana, o sea de la pereza e impuntualidad, de la siesta y naturalmente de la fiesta o fiestas. No hay en el exterior una reputación de esfuerzo y laboriosidad, lo cual, a la inversa que en el caso alemán, hace que sea mucho más difícil convencer a potenciales clientes, socios comerciales o prestamistas, de la confiabilidad y el buen hacer.
Ya sé que en España hay mucha gente laboriosa y responsable que lucha día a día por superarse y hacer bien las cosas, desterrando la chapuza y el apaño, pero ¡cuesta tanto deshacerse de los sambenitos de pereza y frivolidad! Y quiero mencionar mi sorpresa ante la conducta de bastantes españoles, con los que he tenido la desgracia de encontrarme en el extranjero, quienes en lugar de tratar de deshacer estas perversas calificaciones, fortalecen si cabe tales estereotipos haciendo gala de una frivolidad y sinsentido lamentables. Llegan tarde a las citas, manifiestan sin el menor empacho que en España todo es un cachondeo, la chapuza reina por doquier, la gente no piensa más que en divertirse... y, en definitiva, actúan como auténticos vendepatrias. Este tipo de actitud suele tener bastante éxito social, divirtiendo mucho a sus contertulios extranjeros.
Hace poco tiempo pudimos leer que un alto funcionario de nada menos que la OCDE había declarado recientemente en una reunión internacional que de España lo único que se podía esperar era "vino y flamenco". Por su parte, la prensa anglosajona, que no tiene particular simpatía por lo español, pero es la más leída e influyente del mundo, especialmente la económica -esto es el Financial Times y The Economist, por parte inglesa, y The Wall Street Journal en los Estados Unidos- recurre, desgraciadamente demasiado, a los tópicos tradicionales ya expuestos cuando informan de cosas de España.
Es también sintomático el empeño que tienen algunas exitosas cadenas comerciales españolas en disimular su procedencia o, por lo menos, no proclamarla en el extranjero, pues estiman, con fino olfato comercial, que la marca España no vende.
Ante esta complicada situación, que no es nueva pero que sí se ha agravado en la actualidad por la desastrosa evidencia de la crisis, ¿qué se puede hacer? Se suele decir que es más fácil perder la reputación que ganarla, y probablemente esto es una gran verdad. Así, estando, querámoslo o no, en el mismo barco y siendo, en cierto modo, embajadores oficiosos del país que figura en nuestro pasaporte, es respetarnos a nosotros mismos siendo, si cabe, más exigentes en nuestros trabajos y compromisos, más cumplidores, más serios, pues de siempre es sabido que aquel sobre el que pesa algún tipo de mala fama o asomo de debilidad, real o figurada, debe acreditar doblemente su valía y capacidad.
Y, para terminar, yo creo que lo que nunca, nunca, se debe hacer es fomentar con nuestras palabras, obras o incluso silencios, estos nefastos estereotipos de falta de seriedad, amor desmedido a la fiesta (ay, esospuentes o acueductos, a mitad de semana, que hacen creer a los extranjeros que estamos siempre de jarana, ¡cuánto daño nos hacen en el exterior! ), listeza, afición a la chapuza y el cachondeo. Quienes así obran suelen ser coreados y tener fama de graciosos y chispeantes en el extranjero, pero no se dan cuenta del perjuicio que causan. ¡Qué desatino!