EN plena campaña electoral, Francia se conmocionó y se atemorizó con el caso del terrorista yihadista Mohamed Merah, calificado como el asesino de la moto, por sus asesinatos y la acción policial de extraordinario despliegue que acabó con su muerte. A esta conmoción y estupor contribuyeron, sin duda alguna, las imágenes de la acción y el cerco policial a la casa del asesino dadas por la televisión de Francia. Los franceses, tan adictos a ver episodios y sucesos fuera de lo común, han podido contemplar con lujo de detalles el cerco de más de día y medio en uno de los barrios de la ciudad de Toulouse, hasta ayer remanso de tranquilidad y de pacífica convivencia.
Pero Toulouse, como otras ciudades de la Francia republicana y acogedora de inmigrantes de sus excolonias, sufre ya los cambios de una sociedad antaño segura a una sociedad multirracial, menos segura y, sobre todo, marcada por la marginación. He aquí el gran cambio social, el fenómeno nuevo y desconocido de los grandes flujos migratorios y su instalación en las banlieus o barrios de las ciudades que los acogen, pero los relegan a una marginación de ciudadanos de segunda o tercera categoría. Las banlieus de Marsella, de Lyon, de París y ahora, de Toulouse, están descritas como esas esquinas del primer mundo en las que la sensación de abandono, la ausencia de oportunidades y la desafección acucia a miles de jóvenes originarios de las excolonias.
Los viejos pieds noirs argelinos descritos por Camus como los aventureros de una nueva vida o fugitivos de las malas noches de su convulsa Argelia son hoy los mentalizados por imanes que predican la guerra santa y transforman en héroes y mártires a los reclutas yihadistas señalados por el dedo del imán como los nuevos libertadores de la desigualdad y la marginación, de los invisibles ante la ley, aunque hayan obtenido la nacionalidad, en este caso, francesa.
La sociedad actual de Occidente que, en el caso de Europa cuenta con unos 50 millones de musulmanes, cifra a todas luces que suscita temor y desconfianza, tiene un reto difícil y, en especial, digno de ser analizado y, con mayor exigencia, digno de ser resuelto. Y es el gran problema número uno en toda sociedad multicultural: el de la integración. Tanto Francia, como Alemania, Holanda, Gran Bretaña y España e Italia, han aceptado acoger a quienes reconoce en su carné como inmigrantes. Si los países de acogida han aceptado a los provenientes de otras culturas con gesto de apertura generosa, se han impuesto, como consecuencia, no solo darles acogida sino también una educación y un grado de formación para desempeñarse como ciudadanos hábiles para el desarrollo personal y comunitario. Es decir, la aceptación del nuevo ciudadano, al que se le ha otorgado la nacionalidad, trae una exigencia doble: la de la integración y la del acatamiento, por parte del beneficiado por la nacionalidad, de las costumbres y modos de convivencia de esta otra sociedad de acogida.
Pero he aquí el problema: que el hecho de verse instalado en la geografía de la desigualdad, el barrio de los marginados, crea en la mente de esos miles de jóvenes una conciencia de despreciado, de reducido a su condición de inmigrante y, por tanto, apartado de la oportunidades de los más ricos o más favorecidos. Y el inmigrante, por lo general esclavo del paro, va creciendo con un doble sentimiento de marginado y de odio hacia la nueva clase de esa sociedad que fomenta tales desigualdades.
El fenómeno de la inmigración, cuando ya es vista como una amenaza, se transforma en miedo y el recurso a considerarla más como digna de una nueva ley penal. El periodista Miguel Mora, de El País, concluía con acierto su crónica sobre la muerte del yihadista de Toulouse Merah: "Parece claro que algo muy gordo falla en el sistema, y que cambiar un par de artículos de una ley puede ser una tirita, pero no una cura". En efecto, Sarkozy anuncia que castigará penalmente la consulta de webs que inciten la violencia y Le Pen acusa al Gobierno de temer a los islamistas.
No es por esa vía por donde ha de solucionar el problema, sino por la vía de una integración que comience por la educación y el mutuo respeto, por el reconocimiento de su dignidad como personas y la voluntad política y social de abrirles oportunidades de desarrollo. Así podrán elevarse desde las banlieus donde malviven.