Que no se apague la luz
QUIEN más quien menos ha oído decir que la alegría y la dicha dependen más de cada uno que de los acontecimientos externos. Otros quizá no, pero la vida ya se encarga de enseñarles que es muy cierta esta aseveración. Que por mucho que nos atiborremos de sensaciones placenteras, compradas o regaladas, no es suficiente para eliminar la tristeza existencial. Solo cuando ejercemos los valores humanos más universales y básicos, agrupados en torno a lo que se ha venido en llamar ética, podemos crecer como personas y encontrarnos bien con nosotros mismos. Es una realidad universal de mínimos.
Con la estrategia actual de la globalización se aprecia mejor: el bienestar material no ha proporcionado bienestar espiritual, mental ni, por supuesto, una existencia más feliz. Los que han pilotado con soberbia la globalización financiera asisten entre cínicos e incrédulos al espectáculo de un Primer Mundo triste y desesperanzado, en crisis, y en el que asusta el consumo desbocado de alcohol, drogas, somníferos y antidepresivos con una fuerte incidencia en las capas sociales más acomodadas.
Con la internacionalización de los mercados y la exportación de este modelo de vida materialista, la uniformidad cultural desde el consumo es un peligroso objetivo. Los mismos productos, centros de consumo y ocio, marcas de ropa, de coches? con anuncios que sirven en países aparentemente muy diferentes pero atrapados en un estilo de consumo cada vez más teledirigido; grandes multinacionales que no paran de comerse mercados locales ofertando un modelo cultural vacío que además utiliza las posibilidades de las nuevas tecnologías para deslocalizar los centros de decisión.
Con este predominio cuasi absoluto del tener sobre el ser, donde la sana competencia ha sido suplantada por la competitividad, la huida hacia adelante está servida. Para quienes ganan mucho con todo esto, no es tiempo de plantearse nuevos caminos más humanizados de desarrollo, sino de atenazar a las nuevas generaciones en un modelo consumista que debe ser el único banderín de enganche con el futuro; aunque se haya destrozado el presente y nada augura un futuro mejor por este camino. Amparados en la psicología industrial, se utiliza diabólicamente esta poderosa herramienta para adormecer el sentimiento de una vida vacía e insoportable con nuevas ofertas frenéticas de consumo hedonista a corto plazo y de manera continuada, capaces de excitar los estímulos más primarios, individualistas e insolidarios. Gracias al bombardeo publicitario que nos acosa las veinticuatro horas del día, formamos parte activa del sistema en el que estamos atrapados y, lo que es peor, ha logrado domeñar el ansia de verdadera felicidad desviando la atención de la llamada interior para que recuperemos un mundo mucho mejor para todos. Un mundo mejor que no es un objetivo imposible a pesar de los constantes mensajes a martillazos para que la globalización actual sea la única alternativa posible, aunque nos conduzca a peligrosos abismos que ya intuimos cerca.
Qué curioso, que por un lado se sacralice todo lo que huele a joven y exista un paro juvenil en torno al 50%. Y, por otro, que sean precisamente tres nonagenarios los que se han colado en las portadas de los informativos como los iconos de la regeneración ética de Europa a través de su pensamiento y sus escritos: Stéphane Hessel, José Luis Sampedro y Edgar Morin. Si ellos han podido influenciar en la dirección contraria imperante provocando movilizaciones donde parecía reinar la indiferencia, ¿por qué los demás no podemos mantener su testigo? Estemos atentos porque los profetas y testigos de un mundo mejor están por doquier; solo hace falta escucharles, ahora que el profeta por excelencia, Jesucristo, de nuevo está siendo desfigurado por casi todos.
Anciano e inmerso en una realidad más injusta que la nuestra, Confucio soltó esta perla que ha logrado mantenerse actual desde aquél siglo V a. C.: "Con un buen gobierno, la pobreza es una vergüenza; con un mal gobierno, la riqueza es una vergüenza". ¿También él era comunista?