LAS coincidencias pueden ser bromas del azar; pero en la vida real se manifiestan como resultado de contradicciones e incoherencias sin resolver. Algunos llaman casualidades a las coincidencias para justificar pactos vergonzantes entre adversarios. Hay una secreta comunidad de ideas entre los enemigos unidos por la coyuntura. A veces, a esto se le llama consenso. O razón de Estado. O discreta conveniencia. Y si la política hace extraños compañeros de cama, ¿qué decir de la crisis, con cuya excusa intereses contrapuestos y antagonismos absolutos se funden en el mismo lecho? El lado bueno de las situaciones críticas es que desenmascaran las posturas artificialmente sostenidas y destapan los disfraces morales. Mientras en el Estado la dramática situación económica ha puesto al descubierto el verdadero sentimiento de la ciudadanía sobre el modelo autonómico, dejando en evidencia su contendida querencia centralista, en Euskadi han aparecido -o reaparecido- afanes de centralismo interior de diversa índole que amenazan los equilibrios internos de una comunidad nacional llamada a construirse sobre la confederalidad. Coincidencias españolas, casualidades vascas.

Lo que ya sabíamos y ahora se confirma es que España nunca apostó sinceramente por el autogobierno y si emprendió la empresa de la descentralización en 1978 fue para extender al conjunto del Estado -el famoso café para todos- lo que vascos, catalanes y gallegos consideraban una aspiración democrática irrenunciable y un derecho natural como pueblos diferenciados. Aquello fue un apaño para redimir los complejos franquistas de la clase política protagonista del fraude de la transición, a la vez que una solución artificial para impedir la asimetría derivada de las diferencias nacionales y así sostener a duras penas la ficticia unidad española.

Así hemos andado durante treinta años, con un golpe de Estado de por medio y un sinfín de leyes uniformadoras y coercitivas de la capacidad autonómica, hasta que la crisis ha sacado del armario el alma unitaria que habita en todo español patriota. El PP y también los socialistas se disponen a gestionar el nuevo tiempo con un proyecto compartido de recentralización que irán tejiendo paso a paso y común acuerdo. Izquierda y derecha coinciden, y no es casual, en el diagnóstico de que el Estado autonómico es insostenible, como si ellos, que han gestionado ruinosamente casi todos los gobiernos regionales, no hubieran sido los responsables del desastre y todo se debiera a una pérdida de la fortaleza nacional española, diluida por poderes periféricos. Sus empobrecidos ciudadanos ya tienen en las autonomías su chivo expiatorio, la víctima propiciatoria en la que descargar la ira de su fracaso económico y colectivo.

Madrid, como centro del poder político y principal espacio económico, lidera sin disimulo la estrategia antiautonómica y desde allí se distribuye a todas partes. Hay que entender que la capital tiene mucho que ganar si logra recuperar una parte de las competencias traspasadas a las comunidades autónomas. Madrid siente la vieja herida de haber sido víctima del despojo de lo que cree de su exclusiva propiedad. De allí nace la campaña de demolición de la actual estructura del Estado, en cuyo discurso se mezcla la nostalgia de la centralidad con la catarsis hacia la recuperación económica y la creación del empleo. Su mensaje, burdo y simplista, consiste en convencer a los ciudadanos, sobre todo a quienes tienen una baja conciencia ideológica, que las autonomías son esencialmente un derroche y que el paro y demás males tienen su origen en el tinglado de una España multiplicada (o dividida) por diecisiete. Esta es su bandera de reconquista.

Lo que debería ser un debate sobre la calamitosa gestión realizada por el PP y el PSOE en los gobiernos regionales y un análisis crítico sobre la incompetencia, las realizaciones sin criterio económico y social (trenes sin viajeros y aeropuertos sin aviones), el desenfreno del endeudamiento e incluso sobre la corrupción paralela (específicamente en Valencia, Baleares y Andalucía), se ha convertido en un proceso sumarísimo contra los males del autogobierno, situando el foco en sus promotores, los partidos nacionalistas vascos y catalanes. Basta con rascar en la biografía de quienes utilizan la cantinela de "los 17 reinos de Taifas" y otras bellaquerías por el estilo para descubrir a un patriota español de inconstante ideología o a un mutante oportunista, como Rosa Díez y su proyecto de UPyD. Llama la atención que en Euskadi no se haya producido un motín social después de que la antigua consejera del Gobierno vasco planteara la supresión de nuestro Concierto Económico. Una de dos: o Euskadi se toma a risa los delirios parlamentarios de esta veterana dirigente, ayer autonomista y hoy hipercentralista, o es que no tiene una clara percepción de la amenaza que se cierne sobre nuestras libertades nacionales.

Y mientras la España consumida por el paro y la deuda se prepara para un nuevo retroceso, en Euskadi la izquierda de aquí y allí proponen revisar el modelo confederal de la nación vasca hacia la alternativa de un centralismo vasco a imitación del Estado. ¡Qué coincidencia! También en este caso la crisis es el pretexto del debate que fija todos los resentimientos socioeconómicos sobre nuestra estructura de autogobierno, culpable al parecer del nacimiento de esa nueva hidra que aterroriza a la gente, llamada duplicidades. Han transcurrido más de treinta años y los socialistas se han percatado ahora de que las competencia fiscales reposaban en las diputaciones forales y que los territorios de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa, y por supuesto Navarra, tenían su propia singularidad en el conjunto de Euskalherria. Y ahora que gobiernan y no les salen las cuentas proponen desmontar los equilibrios internos y distraer a la opinión pública con una revisión sin criterio del entramado institucional.

Las duplicidades a las que apelan los socialistas y otras fuerzas son mitos (realidades ilusorias y sobrevaloradas) que triunfan en las tertulias banales y seducen a los ignorantes de la complejidad de nuestra sociedad. Son casi siempre manifiestos provincianos. ¿Acaso la coexistencia del Athletic, Real, Osasuna y Alavés es una duplicidad insostenible? ¿Es también insostenible que haya tres denominaciones de txakoli, de Getaria, Bizkaia y Araba? ¿No eran estos sobrevenidos paladines de la eficiencia los que se opusieron hace años a la fusión de las cajas vascas? El debate sobre las duplicidades es un debate importado de España, una versión paleta de lo que debería ser un análisis racional de la organización administrativa. Eso sí, el PSE, igual que otros campeones de la racionalización de pacotilla, no objetan contra la confederalidad del voto (25-25-25) en las elecciones del Parlamento vasco por no perder cuota de representatividad.

No es verdad que en Euskadi todo se haga por triplicado. Es una exageración histérica. Lo que hay es un país que entiende y respeta su diversidad y por esta vía ha conseguido cotas de desarrollo y bienestar que ya quisiera España para sí. Hay una competencia y rivalidades entre los territorios vascos que han dado buenos frutos, a pesar de ciertos desgarros que debilitan su trama vertebradora. No hay alternativa, ni la habrá por muchos años, a la construcción confederal, si bien necesitamos mejor coordinación territorial. Si esto no se reconoce, quizás es que la izquierda vasca, abertzale o no, pretende configurar Euskalherria al modo español, negando las idiosincrasias internas y desarticulando nuestra pluralidad, lo mejor que tenemos. El pensamiento unitario es profundamente ineficaz.