LAS primeras medidas con las que el Gobierno Rajoy se dispone a afrontar la crisis están ya sobre el tapete. Una reforma del sector financiero y otra de las relaciones laborales que aspiran a despejar las primeras incógnitas de un laberinto de ecuaciones que nadie hasta la fecha ha sabido resolver y que caracterizan el momento de crisis económica internacional. Un laberinto en el que cada ecuación formulada por separado parece poder resolverse con criterios primarios del pensamiento liberal pero cuyas implicaciones para el conjunto de engranajes de la economía ofrecen más dudas que soluciones.

La batalla contra el déficit público ha centrado las primeras iniciativas del nuevo gobierno. La fórmula puesta sobre la mesa es de catón: menos gasto y más ingreso. Coincide en su primera parte con el mantra liberal pero reniega de esos mismos principios con una revisión de la presión fiscal al alza. La presunción de que los ajustes y la eficiencia en la gestión eran suficiente receta contra el déficit estaba bien para componer un discurso preelectoral o de oposición más o menos caníbal, pero no se sostiene tras el primer baño de realidad. Aumentar los ingresos exige subir los impuestos y esto se traducirá en menor capacidad de ahorro individual y de consumo. Sin descontar que el calendario electoral queme sus hojas más cercanas y un horizonte despejado tras las elecciones andaluzas anime al Gobierno español a añadir un "IVA social" -auténtica terminología placebo ya ensayada en Francia y de la que no hay soberanía fiscal que nos libre- y que pretenderá reforzar el equilibrio fiscal aun a riesgo de castigar más la demanda interna.

El presidente español amasa la ecuación del déficit desde un criterio ideológico. En el proceso de ahorro salvaguarda las posibilidades de una administración central fuerte a la que reserva el 4% del déficit previsto y deja a las autonomías y ayuntamientos el límite del 1,5% restante con el coste mayor de un recorte que estas administraciones solo pueden aplicar a los servicios directos al ciudadano. Alguien hablará dentro de no demasiado de la utilidad de un modelo descentralizado que no satisface esas necesidades. La cuadratura del círculo.

Pero, cronológicamente y a falta aún de presupuestos, el primer apunte en la lista de tareas de Mariano Rajoy fue la reforma del sector financiero. Sanear las condiciones del atracón inmobiliario en las cuentas de activos de los bancos españoles es, sin duda, una necesidad imperiosa. La consiguiente vuelta de tuerca a las reservas y la liquidez del sector fortalecerán la solvencia de las entidades que no se queden en el empeño. A cambio, se edulcora la fórmula que permitiría compartir la parte corresponsable de la demanda -compradores y bancos- en la burbuja inmobiliaria. La propuesta del Gobierno español sobre la dación en pago de la deuda hipotecaria no solo no es más que un paréntesis, que no una condonación de la deuda, sino que las condiciones de deterioro socioeconómico al que deben caer quienes aspiren a beneficiarse de la medida retratan una tragedia pero no la solucionan. Y tras esta reforma sigue faltando asegurar la función del sector bancario en el engranaje del crecimiento: el dinero debe fluir hacia la actividad económica real. El crédito debe facilitar la actividad productiva y la disponibilidad de gasto familiar.

De poco va a servir una reforma laboral que abarate el despido si las empresas y los autónomos no ven resueltas sus necesidades de financiación más inmediatas. La reforma viene a acoger una demanda de las empresas, que han visto cómo las condiciones legales vigentes hasta la fecha impedían de facto afrontar las apreturas de la crisis con fórmulas distintas al despido improcedente. La definición de un marco que permite la flexibilidad interna -en materia de jornada, salario y movilidad funcional-, similar al que ha permitido a otros países europeos contener el coste laboral de la contracción económica, está también por despejar.

De lo sabido hasta el momento, la reforma laboral de Rajoy apunta en esa dirección, pero si no existe una nítida clarificación de las condiciones del consenso intra-empresa al que se encomienda, puede servir solo para generar un espacio de mayor conflictividad laboral interna en un monumental atasco de iniciativas que se impongan unilateralmente o no lleguen a ningún puerto. Cualquiera de los dos escenarios produciría el efecto contrario al buscado y se traducirá en tensión sobre la estructura productiva y confrontación permanente. No es tranquilizador que el mensaje con el que el legislador ha elegido presentarse no sea el de la mejora de las condiciones de viabilidad de las empresas, sino el del abaratamiento del despido. ¿Dónde está la seguridad en el empleo que compensa el deterioro objetivo de condiciones laborales a favor de la flexibilidad interna? La sostenibilidad de la empresa es fundamental en tanto sostenga el empleo y la creación de riqueza individual y, sobre todo, colectiva.

Llegados a este escenario, en un ejercicio de posibilismo, supongamos un escenario de sector financiero solvente y un mercado laboral flexible. ¿Qué sectores serán los tractores de la economía española y de qué modo se incentivará su actividad? Porque formular genéricamente un deseo de que se desarrolle un sector industrial de valor añadido tecnológico e innovación no es mucho. No es que el anterior gobierno avanzara demasiado en esa dirección. El sangrante ejemplo de las energías renovables y la incapacidad de separar en ellas el grano de la paja, ni por parte de la administración ni del propio sector, ha dejado casi un terreno baldío.

Un despido barato y un crédito otra vez fluyente son caldo de cultivo ideal para reactivar a la construcción, el sector servicios o el turismo. Los mismos ejes de crecimiento burbujeante que se revelaron incapaces de sostener el entramado económico al inicio de esta crisis pero actores fundamentales para entender la renuncia a invertir en I+D+i, en formación continua o a seguir en el carril de la educación secundaria o superior para una generación. La misma generación a la que las encuestas sitúan ahora ligeramente por encima del umbral de pobreza (11,5 millones de ciudadanos del Estado en riesgo, según la Red Europea Contra la Pobreza). Y ya estamos de nuevo en la ecuación del empleo. Esa que nos dicen que se despeja abaratando el despido y el salario mínimo. Esa a la que se propone una solución prioritariamente estadística con la fórmula de desplazar a los apuntados en las listas del paro a las de la Seguridad Social sin que las condiciones laborales les permitan el poder adquisitivo mínimo que les saque del listado de población en riesgo de pobreza, el acceso a la vivienda, la sostenibilidad material individual y colectiva para la que un día pusimos en marcha todo este tinglado que llamamos sociedad del bienestar.