EN el hall del aeropuerto de Loiu los teléfonos móviles suenan a perpetuidad. Los ejecutivos, apostados en todas las esquinas, retretes incluidos, han ampliado hasta el aeropuerto un escenario de representación y de-mostración, reservado hasta hace bien poco al despacho, que, con el desarrollo de las telecomuniciones, se les ha hecho pequeño. Rostros estresados por el halo de la transcendencia, gimotean, manotean y gesticulan por el aire, sin dejar de mirar de reojo a quien les mira por ver si alguien admira su capacidad de gestión.
Los centuriones del neoliberalismo, paradigmas de la posmoderna histeria masculina, se han echado a la calle y el teléfono móvil cubre la unción de amplificador narcisista, vehículo de la gran misión del evangelio del mercado, la gran decisión, reservadas a la fauna de estos imprescindibles gurús devenidos en nuevos redentores, reencarnados en aguerridos Garcilasos de la Vega, aunque sin más letras que las de cambio: maletín por armadura y miniordenador por pluma, transmutan los problemas en temas. Su insufrible lenguaje posee el trasfondo pseudoliterario: "ese es el tema", "ahí está el tema" "¿cómo va el tema?", "Ese no es el tema". Así, entre compulsivas vociferaciones, se expresa un dandy de elegante pelo gris y abrigo verde austriaco, a quien reconozco como antiguo compañero de fatigas de mi pasado ejecutivil, hoy elevado bastión de la alta dirección de un famoso banco.
Al verle caminar, recordé de él su costumbre de llegar algo así como tres cuartos de hora más tarde que el resto de los trabajadores. Parecía ser algo inherente a su ritual de director, parte de sus señas de identidad; un rito que culminaba con el calculado ademán de dejarse ayudar por dos fieles ordenanzas en esa cotidiana liturgia de desprenderse de su abrigo austriaco verde. Era digno de ver no solo las elegantes cadencias de sus estudiados movimientos, sino, incluso, el paroxismo gestual que reflejaba su rostro, en ese acto diario de marcar la diferencia.
Coincidimos en el mismo vuelo a Madrid. No paró de hablar. Su tema se centraba en la siempre apretada agenda. Sacó su carpeta. La colocó sobre la bandeja plegable del asiento, entre las naranjadas que le dejaron las azafatas. "Así -me dijo- voy trabajando los temas de la reunión del Consejo". "Paso más horas -añadió- en el avión que en mi propia casa". "Fue un fallo -me dijo en un estudiado gesto compasivo- que dejases el banco, si, una claudicación". "La Universidad, reconócelo, no solo es una evasión, sino eso: una claudicación". Por cortar su inaguantable discurso, le pregunté si seguía predicando aquello de que "la única vía realista de promoción pasa por pasar si es preciso por encima de los propios compañeros". Asintió. "Si no luchas -me respondió- vas de cráneo". "Es ley de vida...", espetó mirándome como quien busca la inmediata aprobación.
Su evidente pasión por la autoescucha se desvaneció cuando mi mal disimulado tedio pareció desencadenar en él la duda de sentirse más objeto de observación antropológica que sujeto de admiración. "Siempre pensé -le dije- que lo que para ti era simple ley de vida, para mí no pasaba de ser la ley de la selva, qué le vamos a hacer".
A través del altavoz, el comandante nos recomendó apretar los cinturones. En el horizonte -como en nuestra conversación- aparecían turbulencias. Mi compañero, no sin cierto embarazo, logró desenfundarse de su eterno abrigo austriaco verde. Luego, con orden ceremonioso y afectado, recogió su ordenador portátil, su maletín de piel, sus folios. Pero, lo que llamó mi atención, en un hombre de objetivos como él, fue su evidente falta de entrenamiento para apretarse el cinturón. Ni siquiera en tiempos de crisis. Que sufran los de siempre. "Otro día -me dijo como quien intenta complacer desde el pedestal- continuaremos la conversación". Me alejé de él pensando que la naturaleza, siempre pródiga, repartió entre ambos lo que cada uno persiguió: uno, estatus; otro, simplemente libertad.