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Euskadi necesita repensar la crisis

Hemos supuesto que el Estado es instancia provisoria y pensado que la división público-privado era definitiva, hemos anquilosado formas de gestión sin darnos cuenta de que son revisables, hemos identificado responsabilidad con gestión pública... Pero cambia el paradigma

NO cabe duda de que a medida que las medidas de ajuste económico provenientes de la UE van materializándose, cala en nosotros un extraño pesimismo derivado no solo por la situación económica actual, sino por la creencia cada vez más generalizada de que frente al proceso de ajuste no hay alternativa, y por la creciente pérdida de confianza en aquellos que dicen representarnos. La política está perdiendo terreno a marchas forzadas frente al mercado. De nada sirve argumentar que es necesario buscar alternativas, que otro mundo es posible y cosas parecidas. Este tipo de argumentaciones son consideradas como parte de la retórica de algunos ilusos, ya que, con fuerza inusitada, se está instalando entre nosotros una especie de pesimismo existencial que, en forma de goteo permanente y alimentado por la lógica mediática, nos lleva aceptar resignadamente un sinfín de medidas que otrora hubieran sido impensables. Es como si la crisis económica no solo se llevara por delante parte de nuestro modo de vida y entramado institucional, sino incluso nuestros recursos morales y personales, instalándonos en una cultura del pesimismo resignado en la que los individuos se convierten poco a poco en una especie de nonadas, de moléculas aisladas donde no existe ni forma ni estructura.

Dicho de otra forma, es la dimensión colectiva de la existencia la que se pone en entredicho. El "sálvese quien pueda" se instala. Cada uno trata de salvar los muebles como puede y se debilitan los referentes colectivos cuando son más necesarios que nunca. Necesitamos saber adónde vamos, construir alternativas colectivas capaces de asegurar la supervivencia para nuestra generación y las venideras. Necesitamos pensar colectivamente cuáles son los márgenes que tenemos para sobrevivir y para adaptarnos a las transformaciones que están operando en el momento actual.

Los recientes ajustes nos han puesto ante el espejo y este refleja la enorme fragilidad en la que se sustenta todo el entramado institucional construido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. De repente, nos vemos al albur de acontecimientos que nos desbordan, arrastrados por un tsunami de gigantescas proporciones que se lleva por delante todas nuestras seguridades, nuestras certezas, todo aquello sobre lo que hemos ido construyendo la vida y a lo cual le hemos dado la consideración poco menos que de eterna. De repente, no sabemos si nos vamos a poder jubilar en el momento que pensábamos, si vamos a tener derecho a la pensión, si podemos ser atendidos tal y como pensábamos o si nuestros hijos podrán encontrar un trabajo razonable después de tantos años de estudio. Tenemos la percepción de que todo se desvanece, se volatiliza, todas nuestras seguridades se esfuman y aunque tratamos de asirlas y mantenerlas tal y como estaban, se nos escurren entre los dedos.

Posiblemente, los cambios de ciclo o de tendencia son así. Muchas voces autorizadas han creído identificar la crisis de las economías del primer mundo con la crisis del capitalismo. Han confundido la crisis del sistema financiero con la del propio sistema, sin calibrar suficientemente hasta qué punto este goza de excelente salud, si por ello entendemos que las bases de acumulación permanecen intactas. Si bien es cierto que la actual situación muestra el fracaso del mercado y con él de la teología del libre cambio y de la globalización como principios de organización social, no lo es menos que, tal y como sostenían los viejos pensadores revolucionarios del XIX, las transformaciones sociales exigen de condiciones sociales objetivas. En este momento asistimos a un desplazamiento de los centros de decisión económicos y políticos hacia los países emergentes, no a una crisis del sistema. Observamos que mientras los países del primer mundo están en situación de recesión, salvo excepciones notables, los países emergentes experimentan tasas de crecimientos espectaculares. De acuerdo con estimaciones del BBVA, la tasa media de crecimiento de la economía mundial rondará en el año 2012 el 4%, llegando, en países como China, Turquía o India, al 6,7%. Dicho de otra forma, las economías emergentes crecen a un ritmo de escándalo, ¿podemos con seriedad llamar a esto crisis del sistema?

Pero, hablar de la sociedad no es solo un problema de cifras y de cuadros macroeconómicos que expresan las tendencias estructurales y el comportamiento de los grandes agregados, sino de individuos que tratan de ajustar sus comportamientos y patrones culturales siguiendo criterios que maximicen, en términos de eficiencia, las posibilidades de adaptación colectivas. La adaptación no es un impulso irracional, tal y como muchas veces se ha presentado, sino la expresión y el despliegue de la racionalidad humana en un mundo de posibilidades finitas que debe conjugar diversas lógicas: económicas, técnicas, políticas, relacionales, simbólicas y de sentido. A veces somos deudores de una lectura darwinista simplona y nos olvidamos que si algo ha distinguido a la raza humana desde sus orígenes ha sido su capacidad adaptativa derivada del despliegue de la inteligencia como recurso principal frente a entornos adversos. La adaptación es la expresión de un comportamiento estratégico colectivo que parte de una lectura correcta de los signos de los tiempos y que juega sus bazas tratando de alcanzar aquellas metas o fines que se consideran valiosos y que son posibles (no lo olvidemos).

En este sentido, no cabe duda de que nos encontramos en un escenario complicado en el que se impone actuar con racionalidad, sabiendo que la mera extrapolación de tendencias del pasado no sirve. La crisis deja en el camino creencias que creíamos definitivas. Dábamos por supuesto que el Estado es una instancia provisoria para todo tipo de necesidades, que podíamos delegar parte de nuestras responsabilidades en él y que tenía posibilidades para hacer frente a cuantas exigencias le planteásemos. De igual forma, hemos pensado que la división público-privado era definitiva, hemos anquilosado determinadas formas de gestión que habíamos creído definitivas sin darnos cuenta de que son revisables y modificables sin perder un ápice su carácter. Hemos identificado responsabilidad pública con gestión pública. Solo cuando las circunstancias nos obligan a cambiar vemos que las categorías elaboradas no son eternas.

La crisis nos va a obligar a tener que replantear gran parte de nuestras conquistas, a tener que volver a repensar muchas de las certidumbres que teníamos debido fundamentalmente a una constatación que se nos ha olvidado en los últimos años: vivimos en un país pobre en el que la distribución de gasto es dependiente de la generación de riqueza.

Ante esto, caben dos tipos de repuestas, desde la derecha, apostando deliberadamente por una desregulación que únicamente favorecerá a los más fuertes; o desde la izquierda, tratando de encontrar soluciones inteligentes a los problemas desde la óptica de los más vulnerables. No porque estos tengan un plus moral sino porque las soluciones de máximo nivel de generalidad son desde donde se puede garantizar la supervivencia a futuro. Estoy convencido que una política inteligente desde la izquierda exigirá respuestas novedosas en donde la sacralización habida hasta la fecha en cuanto al modo de concebir lo público y lo privado caerá hecha añicos. Idénticamente será necesario impulsar políticas inteligentes que distingan entre lo deseable y lo alcanzable, o donde se favorezca lo colectivo frente a lo individual a la hora definir las políticas.

Dicho de otra forma, se ha insistido en que los tiempos de bonanza que hemos disfrutado han sido épocas de despilfarro y de explosión de un feroz individualismo y ahora la crisis nos obliga a sumergirnos inteligentemente en un haz de propuestas que posibiliten salidas donde prime la dimensión colectiva frente a lo individual. Esto no es baladí, desde el punto de vista operativo, nos obliga a primar las necesidades colectivas: salud, educación, asistencia social, investigación, hábitat? en un escenario novedoso en el que la falta de provisión del Estado derivada de una situación de austeridad quede amortiguada por un incremento del ámbito de responsabilidad y participación ciudadana. El conocimiento y la tecnología debe ayudarnos a construir este futuro y deberá permitir soluciones ajustadas a las problemáticas específicas: energéticas, territoriales, económicas y sociales.

Esto es especialmente importante en Euskadi. Uno de los rasgos que nos ha distinguido históricamente ha sido la flexibilidad derivada de nuestro tamaño, del grado de compromiso con el país y de nuestra capacidad para hacer frente a los desafíos en condiciones de extrema adversidad. Me parecen aspectos esenciales sobre los que debemos impulsar procesos de reflexión colectivos ya que de las soluciones correctas dependerá nuestra supervivencia como sociedad en un mundo de intereses cruzados entre grandes agregados económicos y políticos.