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¿Por qué no 7.000 millones?

UNO de estos días hemos celebrado el Día Internacional de la Erradicación de la Pobreza (17 de octubre). En este contexto, las líneas que siguen están motivadas por un artículo publicado en la prensa local, a comienzo de septiembre pasado. Afirmaba que en breve la población mundial ascendería a 7.000 millones de habitantes, lo que nos situaría ante el problema más grave que tiene actualmente la especie humana. Un problema que estaría en la base de las restantes crisis con las que se enfrenta actualmente la humanidad. Se trataba de la supuesta superpoblación que sufre el planeta: "somos demasiados, sobramos". El artículo terminaba emplazando a líderes religiosos y políticos a romper su silencio delatador. Con ánimo de aportar una visión crítica sobre lo anteriormente planteado, ofrecemos estos puntos de reflexión.

La población mundial ha venido creciendo lentamente pero este crecimiento se ha acelerado especialmente a partir de la mitad del siglo pasado. Los datos están ahí. El debate que provoca es polémico por la cantidad de aspectos relacionados con él. Son múltiples los factores que han llevado a este crecimiento de la población mundial: el progreso sanitario y los avances médicos y farmacológicos, las mejoras en materia alimentaria y de higiene, los avances tecnológicos y la mejora en las condiciones laborales. La reducción de la mortandad infantil, el aumento de esperanza de vida y el retraso de la muerte. Son realidades evidentes, al igual que la distribución de las mismas en las diversas zonas del planeta. Las políticas familiares y natalistas impulsadas por los gobiernos, la movilidad social y los flujos migratorios, la relación entre población y recursos o bienes, el problema de la pobreza y la desnutrición que sufren tantos millones de personas, son factores estrechamente ligados entre sí. El envejecimiento de algunas sociedades, las tasas de población activa y de desempleo en tantos países subdesarrollados, la urbanización creciente, el nivel de vida y de consumo adquiridos en las sociedades económicamente avanzadas, no son ajenos a los planteamientos de la demografía. Es, pues, un tema abierto a ideas y valoraciones muy diversas.

A pesar de la objetividad de los datos, nuestra reflexión personal y social son siempre reflexiones situadas. Corremos el riesgo de contemplar este tema desde una perspectiva eurocéntrica, propia de la cultura de la satisfacción y desde un nivel de vida al que no estamos dispuestos a renunciar.

El discurso proveniente de las naciones desarrolladas suele estar contaminado por el miedo. Miedo a perder posiciones privilegiadas en el concierto económico-político internacional, miedo a una reducción considerable del nivel de renta y de vida que disfrutamos. Este discurso adquiere con frecuencia un tono neomalthusiano y alarmista. Este discurso del miedo se ve hoy acentuado por la grave crisis económica, laboral y ecológica.

¿Por qué tenemos que defender a toda costa nuestro estándar de desarrollo económico y nivel de vida occidental? ¿No es posible optar por ritmos y estilos de vida más sencillos que puedan ser compartidos por siete mil, diez mil o los miles de millones de personas que habiten en nuestro mundo? ¿Por qué no apretarnos un poco para que puedan entrar más seres humanos en esta casa que es la Tierra y disfrutar todos en ella?

Una mirada más amplia y una concepción de la vida, de lo humano y del mundo más positiva y solidaria nos debe hacer apostar por esas tres cuartas partes de la humanidad doliente y sufriente, y las futuras vidas venideras. Mario Benedetti reivindicaba una ética y una actuación que parten de ponernos en la piel de los otros. Desde esta perspectiva las cosas no son según el color con que se miren, sino según la sensibilidad y el dolor con que se miren. ¿Cómo no recordar las grandes desigualdades existentes en nuestro mundo? La esperanza de vida al nacer en países como Noruega, Japón o Euskadi es superior a los 80 años. ¿En cuántos países no supera los 50? La tasa de mortalidad infantil en los países desarrollados es bajísima, pero en la región del África Subsahariana se eleva a 144 niños de cada 1.000. El porcentaje de personas viviendo en situación de pobreza extrema, es decir, con menos de 1 euro al día, ronda todavía los 1.400 millones de personas. Y mientras un niño o niña europeos pueden esperar una educación que dura un promedio de más de 15 o 16 años, en países como Níger, Sudán o Angola la mayoría de los niños apenas serán escolarizados 2 o 3 años. A pesar de que la FAO asegura que producimos alimentos y bienes para 12.000 millones de personas, aunque seamos 7.000 millones, el problema no es tanto la producción de alimentos y bienes, sino la distribución y el acceso a ellos.

Nuestro planeta cuenta con recursos limitados. Pero es difícil definir cuál debe ser la población óptima del planeta. ¿Qué institución u organismo puede aspirar a decidir cuántos debemos ser, quién sobra o a quiénes se les debe impedir el acceso a la vida? ¿Y cómo se regula y conjuga una posición de control y restrictiva en este sentido con el derecho a la vida proclamado por la Declaración Universal? En todo caso, no podemos dar buena la idea de imponer frenos al crecimiento demográfico, sobre todo, en los países del Sur.

No se trata de ser ingenuos pero sí de mantener una confianza básica en la búsqueda de armonización y equilibrio que las personas podemos realizar. Sin ignorar que los países, en la medida en que van desarrollándose económica, cultural y políticamente, van realizando una transición demográfica que apunta hacia unas tasas de baja mortalidad, pero también de natalidad.

Por lo que al supuesto silencio de los líderes religiosos se refiere, hay que recordar que la Iglesia ha hecho múltiples manifestaciones sobre estos problemas. Juan XXIII (1958-1963) señala ya el problema demográfico entre las cuatro dificultades más decisivas de la "cuestión social", aunque mostrándose más preocupado por los desequilibrios demográficos. Juan Pablo II abordó más explícitamente este tema, denunciando a quienes promueven como única solución las políticas antinatalistas. Dejó clara su preocupación por "salvaguardar las condiciones morales de una auténtica ecología humana". Y clamó por la atención a las familias y a los seres humanos de los pueblos más pobres. Podrían disponerse para ello, decía, de los ingentes recursos utilizados para alimentar los poderosos aparatos militares de las naciones. Terminamos con una breve, pero significativa cita de Benedicto XVI: "La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo".