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Otro Vargas Llosa

PARECE que el discurso sueco de Vargas Llosa haya puesto un cierto freno al amplio reparto de incienso recibido todas estas semanas por el premio Nobel de Literatura. Con un poco de mala uva se podría concluir que el escritor peruano exhibe en esta proclama las mismas manías, y los mismos enemigos estratégicos en América Latina, que la Conferencia Episcopal Española. En efecto, si se lee la revista Alfa y Omega que se adjunta todos los jueves con el diario ABC, podrá deducirse que son Chávez y Evo Morales los mayores peligros suramericanos para la libertad (en la mente de Vargas Llosa) o para la religión católica (según la revista de los obispos españoles). En cuanto a Cuba, por los motivos que fueren, resulta mucho más comedida Alfa y Omega que el propio Vargas Llosa.

Claro que pintar a Vargas Llosa, agnóstico declarado y adversario del fanatismo religioso, con los mismos colores que la reaccionaria dirección actual del episcopado español, resulta un tanto exagerado y simplista. Pero que este Nobel posee un costado cultural demasiado arrimado al neoliberalismo de hoy y al conservadurismo de toda la vida, deviene algo tan palmario como corroborado en su intervención de Estocolmo.

Cuando se supo la designación de Vargas Llosa como premio Nobel de Literatura, Mariano Rajoy y Esperanza Aguirre palmotearon de gozo como si fuera uno de los suyos y aplicaron así el adjetivo liberal al novelista peruano. Pero Vargas Llosa lo es de muy diferente manera que estos dos políticos españoles. Su Fiesta del chivo revela un encomiable antifascismo (¡y antifranquismo!) que no se ve en esos y otros miembros del PP por ninguna parte.

Igualmente, el antifranquismo de Vargas Llosa no es de hoy, y este autor estuvo realmente atinado cuando se discutió sobre si la cultura franquista era un erial o no, a propósito del libro de Gregorio Morán El maestro en el erial (Tusquets, Barcelona, 1998). Obra en la que se estudiaba de modo excelente las malandanzas de Ortega y Gasset, y sus célebres circunstancias, bajo la dictadura de Franco. Pues bien, Vargas Llosa opinó con zumba que aquello no era un erial sino una sacristía, mediante el recordatorio de las novenas y rezos promovidos esos años dictatoriales por la conversión del famoso filósofo a la religión entonces única y verdadera.

Así que ya tenemos dos rasgos de Vargas Llosa que no caracterizan precisamente a la nada civilizada derecha oficial española: el antifascismo, antifranquismo en España, y su propuesta decididamente laica y contraria a toda mezcolanza teocrática de la religión con la política o el pensamiento. Hasta aquí, se ha de denominar plenamente liberal a este escribidor y no pueden compartir ese atributo Esperanza Aguirre ni Mariano Rajoy. Hasta aquí también, le cuadra perfectamente esa cartografía del poder que asigna a la obra del peruano la Academia sueca. Plano igualmente aplicable a sus denuncias del colonialismo y sus ferocidades como las expuestas en la novela reciente El sueño del celta; revelaciones que ha acompañado, como en sus reportajes sobre Oriente Medio, con una sana sensibilidad hacia las víctimas de los desmanes.

Pero hay otras zonas del poder para las que el escribidor peruano no tiene mapas, ni siquiera brújula, ni se orienta con el debido seguimiento de las libertades democráticas y el respeto a los derechos humanos. El buen escritor colombiano Juan Gabriel Vázquez ha cometido estos días la desmesura de comparar a Vargas Llosa con Albert Camus. Mal paralelismo, porque Camus, desde La peste, decidió defender la vida de los seres humanos frente a todas las prácticas abusivas, ya fueran de derecha o de izquierda (es bien conocida y meritoria su madrugadora crítica al estalinismo). En tanto que Vargas Llosa, en su discurso de aceptación del Nobel, así como habitualmente, se centra en la crítica de determinados regímenes (Cuba, Chávez o Evo Morales) y silencia, por ejemplo, los crímenes cometidos en Colombia al amparo de sus arbitrarios poderes públicos.

Es más, hermosea notoriamente al régimen colombiano y le da un aire democrático que no le corresponde en absoluto, al asegurar -en su ya citado discurso- que allí hay libertad de crítica, respeto a la legalidad, elecciones y renovación del poder. Empero, en Colombia se dan también las cifras más escalofriantes de asesinatos de sindicalistas en todo el mundo, lo que ha conmovido al mismísimo Congreso de los EE.UU., millones de desplazados por la guerra o por las acciones deliberadas de los paramilitares, la impunidad de estos fomentada por el poder, la corrupción en gran escala, la parapolítica, las agresiones a los derechos de las comunidades indígenas, etc. Un cuadro de violaciones permanentes de los derechos humanos de las que no se entera quien, como Vargas Llosa, no se quiere enterar.

Así que la comparanza con Albert Camus no puede ser más desafortunada. Este jamás hubiera respaldado sin criticarla una guerra como la de Irak, cosa que sí ha hecho Vargas Llosa, quien ha preferido creerse que allí no se producirá una espantada como la de las tropas estadounidenses en Vietnam (para quien quiera ampliar su conocimiento de esa visión de Vargas Llosa y su apoyo al ejército de los USA en Irak, puede leer su artículo Historia de David Galula, publicado en El País el 27.1.08).

Y es que el autor peruano no solamente comparte las aventuras bélicas de los EE.UU., sino su concepción económica del mundo, lo que vulgarmente llamamos neoliberalismo. Con una particular oposición a la intervención del Estado, de todo Estado, en la economía; y con un notorio olvido de dónde procede el reciente Nobel. Pues sin la intervención de un Estado imparcial, sometido a leyes y ajeno a la corrupción, no hay manera de imaginar la ejecución de unos mínimos planes de justicia social o que redistribuyan la riqueza de todos esos países latinoamericanos en el más que necesario combate cotidiano a la pobreza.

Está bien señalar que los derechos de los indígenas son una tarea demasiado pendiente en América Latina, tal y como lo ha hecho Vargas Llosa en Estocolmo. Pero esos derechos no son nada sin su garantía ejercida por un Estado que los reconozca y ampare incluso contra los propios funcionarios estatales que obstaculicen su ejercicio.

Su neoliberalismo puede alcanzar también ribetes ridículos; como cuando postula que cualquier pobre -de su país también- puede convertirse en un rico empresario. De eso a afirmar que los pobres en Perú lo son porque quieren, no va más que un paso; pues no tienen sino imitar a Aquilino Flores, quien de vendedor callejero pasó a poderoso industrial, al no someterse a otras ideas que las del mercado y "su astuto aprovechamiento" (Las lecciones de los pobres, de El País, 1.6.08). Ese Dios-mercado que, convenientemente desregulado (esto es sin Estado y sin leyes que lo aten en corto), es el mismo que ha creado ese caos monumental de hoy, llamado crisis, capaz de arruinar por sí solo todos nuestros países de Europa.

Nada se descubre si se dice que Vargas Llosa es un gran escritor. Pero la Academia sueca parece manejar algunos mapas provenientes del Pentágono norteamericano, un planisferio donde no caben agresiones a los derechos humanos como las de Colombia ni las atrocidades de la guerra de Irak. De ahí que su ajada e imperial cartografía del poder, por la que se ha premiado a Vargas Llosa, sea hoy, como mínimo, nada actualizada, esto es poco moderna, amén de interesadamente enteca o tullida.