HA amanecido nuboso y los dinosaurios que tengo frente a mi casa, en Las Arenas, están envueltos en bruma, como saliendo de una historia cuaternaria. Hay camiones grandes que hoy los despezarán igual que si hubiera llegado un glaciar o un meteorito de azufre. En su nuevo sueño los llevarán dormidos hacia el encuentro de otro mundo de fantasía. Cuando despierten ya no verán las regatas de septiembre, ni los entrenamientos de los remeros, los optimis de los niños y los veleros de colores de las competiciones del Abra. Sus ojos sin vida se quedarán sin la presencia de la ría y del Puente Colgante. Los echaré de menos, pero recuperaré los paseos de los jubilados, los cochecitos de niños y los patinadores del atardecer. Es la magia del cambio de escenario. En los años que vivo en la villa, unos cuarenta, casi me olvido de mi lugar de nacimiento: Barakaldo. De cerca he visto crecer la villa y de lejos he saboreado la nueva ciudad de Barakaldo que ya no es el pueblo más feo sino el más bonito y difícil proyecto de progreso.
Cuando vi por primera vez mi futura casa de Portugalete, era un barrizal lleno de agua. La ría intentaba seguir entrando en el muelle y costaba mucho achicar el agua. Recuerdo un murmullo del pasado: Aquí viviremos. Y mientras construían el edificio veíamos como iba desapareciendo la casa del puerto, la playa de Peñota, el tren que llegaba a La Canilla y acercaba hasta la playa de Las Arenas, porque el tren incluía el transbordador. Yo venía casi todos los días del verano con unas primas de mi madre, modistas de la calle Portu. Al cruzar la plaza del mercado había aldeanas con burros y, a veces, volvíamos al tren con una lechuga o unos tomates recién cogidos. El transbordador entonces era de madera y tenía dos asientos al final. Hoy también empieza su nueva rehabilitación. Será tan parisino como el champán y su color igual que el de la torre de Eiffel. Los niños corríamos para sentarnos en la ventana al lado de la puerta.
Cuando vine a vivir al Muelle de Churruca con mi primer hijo de unos meses, la ría me pareció el mar y que yo navegaba en ese mar dentro de un barco. Sigo con la misma sensación. Mi entorno ha cambiado. Cada día es un poco más bonito, aunque ya quedan pocas de las casas señoriales donde vivía la antigua alta sociedad. Había dos marquesas muy distinguidas que paseaban con sus guantes de ganchillo crudo. Un día tiraron su casa y a la semana siguiente la declararon monumento nacional, pero ya sólo quedaban los rescoldos hundidos. También se fue la Guardia Civil con su cuartel triste y su bombilla desportillada. Un día me remitieron por equivocación un carta allí y cuando entré a recogerla me dio mucha pena aquellos pobres hombres que vivían en una casa tan desoladora. Sin embargo, la iglesia de los agustinos era preciosa, con un jardín de flores y una entrada con verjas. El interior era acogedor, con unos murales donde aparecía Santa Casilda con un delantal de flores. Porque la santa le mentía a su padre y daba comida a los pobres, un día la encontró repartiendo panes y cuando iba a pegarla, la joven levantó la cabeza y le mostró el delantal: Padre, llevo flores. Dios había hecho un milagro. Era bonito mirar aquella escena. Y al salir, unos patos de piedra que miraban al cielo con sus picos levantados. Creo que de la boca salía agua, pero ya la imaginación pinta los recuerdos. Aquella iglesia tranquila la sustituyeron por una más grande con casas encima. Era como un garaje frío. Y entre la falta de creencias y la poca fe que infundía el recinto, los agustinos se fueron de Portugalete por falta de clientela.
En este tiempo lo que más ha mejorado es el Puente Colgante que ya no se llama transbordador. Ahora es mucho más famoso. Se remodela cada día y los turistas de todo el mundo se sacan fotos emocionados buscando encuadres artísticos para ubicarlo en sus recuerdos de viajes. La ría también es más limpia. Los pescadores no se sorprenden al ver picar una lubina en sus anzuelos.
El otoño llega cadencioso a Portugalete. Los árboles pierden sus hojas y los empleados municipales cortan las ramas dejando muñones de esperanza para la primavera. La poda es una muerte vivificante que cuesta. A mí me da pena cortar los tallos de las hortensias, las peonías, buganvillas y verbena. Sé que volverán a crecer, pero esa espera me resulta larga y hasta que no veo los primeros brotes siento que he quitado la vida interior de las macetas.
Noviembre nos ha dejado una ausencia. Se fue Murua, el personaje más querido de Portugalete. Una noche le llevé a EITB. Iñigo le hizo una entrevista preciosa y desde aquel día, siempre me preguntaba: ¿Qué tal Iñigo? Y mi respuesta siempre era la misma: Mejor que tú y que yo. Y me acompañaba hasta casa con un cestito que cada día guardaba cosas distintas: miel, chicles, bombillas, tabacos y, en estas fechas, lotería. Lotería de los sitios más raros de Portugalete. Hoy he sido yo quien le he preguntado: ¿Qué tal Murua? Y he oído en el amanecer todos los rumores que envuelven el despertar de Portugalete en noviembre.