HACE 30 años hice la primera más amarga información de mi vida. El funeral de los niños de Ortuella. Años después fue la segunda, la tragedia del monte Oiz. Ser periodista es contar, pero una vez de escrito, los renglones se quedan en el alma para siempre. Me cuesta olvidar la redacción de La Gaceta del Norte aquella noche. Todos, casi todos muy jóvenes, llorando sobre las máquinas de escribir. Las lágrimas se mezclaban con las palabras en una nube de dolor que quedó para nosotros pegado a la piel. Hoy quería escribir algo en recuerdo porque treinta años es un número redondo para la añoranza. He buscado entre recortes y he encontrado lo que escribí aquel día. Nada puede suplir el directo del dolor. Si usted quiere, puede leerlo; pero si está triste, déjelo para otro momento. El tiempo ha puesto alrededor una tumba de silencios. Ya ni La Gaceta del Norte existe. Han pasado los años, pero? He vuelto a llorar.
La Gaceta del Norte 25-10-80 (Suplemento especial) Con olor de llanto y flores.
Olía a flores. La luz entraba y salía dentro de un enorme hangar ¿era un hangar? ¿Un garaje? ¿Una nave industrial? ¡Qué era aquello! Había tantas flores que no se veían los ataúdes blancos, tan chicos? Señor, ¡qué difícil entenderte! Qué difícil entender el porqué de esta tierra llena de lágrimas que esta tarde de Ortuella se ha llenado de flores. Las lágrimas de todos? ya qué más da. Y las autoridades, para qué, "para qué venís -decía una viejuca- para qué".
Pero nadie tampoco tiene la culpa. Marcelino Oreja entra sin gafas, están en el bolsillo mojadas. Casi es su primer acto oficial. Así es Euskadi, señor supergobernador, así es. La sangre parece como el sino de nuestra destino. Aún no sabemos cuál es el pecado. Debe ser tremendo, tan profundo que estamos pagándolo a lo largo de tantos años.
Las familias, como en un calvario multiplicado por cincuenta y uno, están al pie de cada hijo, de cada nieto, de cada hermano y allá, al fondo, como temerosos de romper la blancura, los dos féretros grandes de la maestra y el empleado presidiendo esta alucinante escena. Debieran de existir otras palabras más; pero qué más da ya, las madres, tan jóvenes, casi niñas, apoyan la cabeza en los maridos, que no sienten la fuerza de los músculos y se derrumban también. ¡Cómo lloran los hombres, Dios mío! ¡Cómo lloran! En medio de los ataúdes, como perdida, una anciana abraza dos flores de plástico. Quizás piensa que así durarán más encima de la tumba de su nietecillo. Detrás de los barrotes que separan los féretros hay sillas para la Prensa, las autoridades y también para las familias. Y las familias, esas que no están al pie del féretro, se han sentado en silencio. Resignadas, con una serenidad extraña, hecha de vacío y de nada. Qué serenidad más incomprensible. Hay miles de personas, pero hay silencio. Y el silencio es tan grande que los periodistas casi hemos olvidado que ellos, los que sufren, están allí y por un momento nos hemos creído que estábamos en una reunión de políticos y las cámaras y los enormes focos de TV han apuntado a Garaikoetxea que entra sin sonrisa, arrastrando a su mujer, que apenas sabe dónde mirar, y luego Pío Cabanillas y Rodríguez Sahagún y muchas más autoridades que han hecho acabar antes de tiempo cientos de rollos de fotografías de todo el mundo. El alcalde de Ortuella, tan menudo, tan asustado, se ha tenido que vestir de un protagonismo que no acaba de entender y, como el padre del duelo, le abrazan cuerpos desconocidos hasta entonces para él: Benegas, Castañares, el Gobernador, el Comandante de Marina ¡qué curioso, también para él es hoy su primer acto oficial! Qué amargo comienzo, ¿verdad?
Primero llegaron las flores, tantas que no había pared suficiente para colocarlas. Era como una dantesca primavera sin gracia. Los lazos se mezclaban con los gladiolos, los claveles, las rosas y los enormes bloques de hormigón, los cables y los andamios. Pero los ataúdes tardaron en llegar. Primero, como de paso, vino un sol pálido de mal agüero, disonante como el día. Después un fuerte huracán, y llegó la lluvia. Un montón de lágrimas gordas, como si el cielo también se hubiera cansado de entender los porqués de Dios.
Arriba, sobre la nube de gente -¿que cuántos caben? Yo qué sé, miles, miles y miles-, de ataúdes y de flores, un altar. Todos tienen su pena particular que roer. Y los que no la tienen -¿habrá alguno?- se contagian pronto del dolor que, como una salamandra, se ha metido envenenando a todos.
También hay música, pero tampoco la oye nadie. Los nombres de los niños? ésos sí que se oyeron de pronto, como truenos golpeando el techo que casi parecía caerse por el agua de cristal de la nave. Begoña?, Iñaki?, y uno a uno iban saliendo por el interminable pasillo de paredes humanas los chiquillos de sus padres y metidos en esas cajas blancas que han tenido que hacer de prisa. ¿Cuándo se han necesitado 49 ataúdes un solo día?
Aquí tampoco sirven las palabras. Los padres, los hermanos, los vecinos, a pesar de lo liviano de la caja, no pueden soportar el peso. De vez en cuando se nota el escalofrío no contenido, el sollozo que casi sin querer se hace grito. Es una procesión sacada del Apocalipsis. El ángel de la muerte se ha paseado por Ortuella sin piedad y, como en tiempos de Herodes, ha dejado a Ortuella sin niños.
"Iñaki, hijo; Iñaki, hijo, dime algo, ¿no me oyes?". Y la madre se agarra a un féretro de poco más de un metro, mientras el hombre de barba, casi un niño, le acaricia despacio y se mezclan las lágrimas de la madre, el padre y la lluvia. Más atrás: "Mi niña, mi niña, está hecha trozos, mi niña. Quiero verla", intenta abrir el féretro mientras se come un pañuelo y la cara parece un manchón de dolor. "Ahora, ahora intentarán arreglar los errores -grita una mujer, al borde de la locura- ahora, cuando no hay arreglo". Las ambulancias se suceden, una chica rubia se retuerce en la camilla de la Cruz Roja. Pero nadie puede hacer nada por ella. No, que no está mareada. No, que no está histérica. Tiene dolor. Dolor que le come el cuerpo y se ha tragado las lágrimas; por eso chilla, porque ya no sabe qué palabras inventar para decir que se vuelve loca, loca, loca de pena negra que le ha robado dos hijos de su casa. "Usted, usted que es periodista", y un hombre me agarra del tabardo, "usted, dígalo en la prensa. Diga lo mal que están las escuelas. ¿No lo ve?". Y no digo nada. Qué más da. De nada sirve.
Se va haciendo de noche. Poco a poco para que nadie nos demos cuenta, empieza a llover de nuevo. También vuelve el viento. Silba sin gracia, sin fuerza, sin nada, También las coronas se tambalean, menudas, encima de los féretros chicos. Los niños, ésos que han quedado por un pequeño, muy pequeño, regalo del cielo, están asustados y se agarran a sus padres. Unos padres que parece que quieren destrozarlos por la presión que ponen en esa posesión que les han dejado. El suelo se está llenando de pétalos de flores sueltos, de hojas que se mezclan con el barro, llueve cada vez más fuerte, pero ya las autoridades se han ido. Han dejado la dignidad y también el cariño -¿por qué no?- de su presencia y ahora ha quedado la verdad. La verdad de la pena de Ortuella. La verdad de esa presencia blanca que en la noche del 24 llenó el cementerio de Ortuella de niños. ¡Dios mío, qué difícil entenderte! Pero tú sabes más".
Después de 30 años dudo de la sabiduría divina y de la humana. Dios está muy lejos y el dolor demasiado cerca.