SI hay algo que nos envuelve en un guión cinematográfico es el poder preguntar desde el principio quién es el asesino, sobre todo, cuando se van sugiriendo una serie de pistas para culpar a determinadas personas que son presentadas de manera desfavorable con el fin de que, desde nuestra cómoda butaca, les acusemos antes de tiempo.
Cuando se acusa constantemente a quienes consideramos que no son culpables, que son los buenos, nos entra cierto desasosiego. El guión premeditado parece conseguir su efecto. Nos indignan las sospechas, las pruebas falsas, el no saber hacia dónde inclinarnos en la balanza, porque, claro, en cualquier momento pueden surgir pruebas definitivas que avalen, o descalifiquen, nuestras apuestas.
Descubrir quién es el asesino es un elemento básico de la tarea policial. Ahora se cuentan con unos medios tan sofisticados como en la guerra. Y el orgullo de no exhibir técnicas de tortura en las películas, y basarse en pruebas científicas, dignifica un poco la captura. En algunos filmes se carga tanto el tono malvado de la persona culpable que los buenos, los policías, terminan matándola. Eso sí, en defensa propia. Y el espectador siente un cierto alivio. Después nos extraña que se produzcan hechos brutales en la sociedad, cuando nuestro ansiado coqueteo con la muerte se presenta constantemente en las pantallas como espectáculo. Es tal la habilidad del guión en el diseño de algunos argumentos que somos capaces de perder horas de sueño para enterarnos del final y poder, al fin, salir de dudas. Porque saber la última situación nos ayuda a dejar las cosas claras.
Todos los tribunales pueden equivocarse. Un pequeño matiz, una trampa, una tergiversación en las pruebas nos pueden llevar a preguntar si la señora Teresa Lewis, la mujer asesinada con una inyección letal, hace unas pocas fechas, en Virginia, tenía un índice determinado de retraso mental o era lo suficientemente lúcida como para conseguir que otras personas matasen a su marido y a su hijastro. Probablemente sea tan culpable, o más, que aquellas personas que fueron contratada por ella para cometer el doble asesinato. Pero siempre quedará, después de las últimas fechas, una pequeña incógnita, pues tras su muerte ya no se le puede volver a realizar pregunta alguna.
¿Quién la ha asesinado? No es preciso que busquemos huellas del asesino en las inmediaciones del suceso. Hay luz y taquígrafos. En otros tiempos, dicen que más sangrientos, el verdugo tapaba su rostro, pedía perdón al reo, y a veces el reo le daba una moneda. Había un resto de humanidad y de vergüenza. Hoy el Estado ingresa la paga en la cuenta corriente del verdugo, y no pide perdón, faltaría más. ¿La ha asesinado un Estado?
El Estado difícilmente siente culpabilidad. No pide perdón a una rea. Y lo hace con tanta desvergüenza que no entra en el guión una posible sospecha sobre otra posible autoría, a pesar de ser considerado policía bueno. Quien asesina a un asesino es un asesino, sea el estado o la persona más violenta que ha existido sobre la Tierra.
Los espectadores de la plaza pública, en la aldea global de las comunicaciones, nos limitamos a realizar comentarios, más o menos frívolos, más o menos indignados, y pasamos la página al siguiente episodio. Y es que la incógnita ya estaba despejada. Desde el principio sabemos con seguridad quién ha sido uno de los asesinos. Ha habido casos en los que se ha demostrado que la persona ejecutada -es una manera de camuflar el lenguaje- no era culpable. Todavía queda por despejar la incógnita de quién es el verdadero asesino en el caso de la pena de muerte que aún perdura en demasiados estados. Y lo peor de todo es que nos alegremos porque el estado-policía bueno, dicen que en defensa propia, termina matando a los malos.