HUBO un momento en la parte de historia triste de nuestro pueblo en que ETA planteó atacar a un colectivo de personas que llegaba mucho más allá de policías y militares, considerados los elementos claves de la represión, y amplió, como una acordeón, la diana de muerte y sufrimiento a una gama de la población en la que se incluían empresarios, miembros de partidos políticos, jueces, profesores? con todo lo que ello implica de vivir, o sobrevivir, bajo la amenaza de muerte durante meses y años, con el objetivo de sembrar terror entre quienes expresaban abiertamente una disidencia expresa con sus ideas. A esa estrategia se le denominó como "socialización del sufrimiento" y fue aceptada por personas que afirmaban no militar directamente en la lucha armada. Muchas personas han vivido con miedo en este contexto, han sufrido por miedo a ser señaladas, se han sentido amenazadas y han acumulado odio por esa razón.
Lo más peligroso de la actividad terrorista es que dispara sobre la línea de flotación de la cultura del respeto a los derechos humanos. Quienes la apoyan y hablan de derechos humanos utilizan un doble lenguaje de mentira y saben que la verdad es la primera que muere en una guerra. Y quienes se enfrentan a esa actividad tienen el peligro de responder con tonos similares y pasar por alto los derechos humanos. Y no sólo desde ataques personales que claman al cielo, como casos de tortura, sino incluso intentando llevar a las leyes ese talante de ausencia de respeto a los derechos humanos en un intento de responder a la "socialización del sufrimiento" en una dirección con otro intento similar, pero en línea contraria.
Ya no se trata sólo de perseguir a quienes han sido cuerpos y fuerzas vivas -agentes de la muerte- de ETA, sino a todos aquellos elementos que puedan estar más o menos cerca, y que también tienen su cuota de responsabilidad, pero también a todas aquellas ideas que aunque pueden ser defendidas por otros medios democráticos han sido propugnadas por la organización armada violenta.
Dicho esto, plantear el ataque indiscriminado a quienes se les considera como responsables, o corresponsables, de la opresión etarra que sufre un sector del pueblo vasco en Euskadi es utilizar la misma moneda si se conculcan los derechos humanos. Ir contra medios enteros de comunicación y no contra delitos concretos, por ejemplo, es parte de esa falta de cultura de respeto a los derechos humanos, y practicar la estrategia de socialización del sufrimiento en otra dirección, porque no sólo se atacaba a un medio de expresión, sino que los miembros de las empresas afectadas, cerradas, tenían familias y planes de vida. Decir esto cuando otras víctimas han perdido a sus seres queridos puede parecer una aberración, pero es que no estamos comparando una gradación en el sufrimiento, sino la flojera que puede provocar la situación de dolor a la hora de mantener viva una cultura de respeto a los derechos humanos.
La violencia de persecución supone ataque y acoso sistemático a personas y colectivos por razón de sus ideas. Antes, durante y después de toda guerra, se producen estas situaciones. Y afirmar esto no significa igualar bandos, incluso podemos negarlos, porque estamos hablando de una confrontación asimétrica en muchos aspectos. Primero, porque el asesinato y el amparo del asesinato no tiene ninguna justificación ética. Es aberrante. Y, segundo, porque una mínima falta de respeto a los derechos humanos por parte del Estado, o de los partidos democráticos, es injustificable porque el respeto a los derechos humanos ha de suponerse. Es la clave.
Informes de Gesto por la Paz han hablado de que casi medio centenar de miles de personas han sido afectadas por esta "socialización del sufrimiento" en Euskadi a causa de la violencia etarra. Esto es muy doloroso. Pero si alguien pretende que en la persecución del entorno etarra se aumente también la cifra de personas afectadas, incluso en el momento en que se comienzan a cuestionar dogmas trágicos del pasado, llegaremos a que la cultura del respeto a los derechos humanos se desvanezca en este país y estaremos poniendo las bases para una confrontación social que funciona siempre como la violencia, una espiral que crece, fácil de activar, pero sin espoleta para desactivar.
La filósofa Simone Weil distingue dos tipos de sufrimiento: "expiatorio" y "redentor". En el concepto de sufrimiento expiatorio la persona vierte sobre otras personas, de forma automática, el dolor recibido. He sufrido, pues que sufran quienes me han hecho daño. Y esa opinión es muy popular en amplios sectores de la ciudadanía. Es un mecanismo que no abandona la venganza. Así, lo que en un principio era dolor puede convertirse en un mal. ¿Sólo veremos la luz mediante la derrota total del enemigo? ¿Quién puede acusar a las víctimas de propiciar esta forma de resolución de conflictos? Han asumido tanto dolor que intentan expulsar su dolor haciéndolo recaer sobre otros, que tienen que asumirlo a la fuerza. Es el peligro de la nueva situación. Las víctimas de la violencia, y no todas son iguales, han sufrido mucho, incluso a causa del silencio de los demás. Y eso hay que reconocerlo. Es explicable la actitud de muchas de ellas, pero su dolor puede resultar ser "expiatorio".
También hay personas que son capaces de guardar en sí mismas el dolor recibido y no transmitirlo. Éste dolor no es estéril, destruye el mal e interrumpe el mecanismo de la venganza. Es un sufrimiento redentor, es la expresión de aquellas víctimas que terminan diciendo: que al menos sirva mi dolor para que esto nunca se vuelva a repetir en ningún lugar, y con nadie. Quien se redime del mal no busca que su dolor se transforme en mal para otras personas. Y quien pide perdón sincero por el dolor causado pone su grano de arena, o su roca, en la humanización de esta sociedad. Además de víctimas y verdugos necesitamos héroes, pero es lo que fructifica y le da talla de grandeza a un pueblo.