¿Tiempos de cambio en el Reino Unido?
LOS ciudadanos del Reino Unido acuden hoy a las urnas para cubrir los 650 escaños de la Cámara de los Comunes, la cuna del parlamentarismo moderno. El cuerpo electoral toma su decisión tras una campaña que ha concitado un notable interés en las islas y también en el conjunto del continente europeo. La atención que han despertado estos comicios, que se desarrollan en el contexto de una crisis global que golpea fuertemente a la economía británica, se debe fundamentalmente a las novedades que han concurrido en este proceso electoral y a la incertidumbre del resultado. Algo parece moverse allende el Canal de la Mancha.
Así, por vez primera en la historia electoral del Reino Unido, se han desarrollado debates televisados. Su gran audiencia ha puesto de manifiesto que este medio es todavía insustituible y que las modernas tecnologías on line solamente pueden complementarlo en el segmento de población más joven, el más proclive a la abstención. Esos debates han contribuido escasamente a esclarecer las cuestiones programáticas pero, particularmente, han descubierto la atractiva personalidad de Nick Clegg, líder de los liberales demócratas: el tercer hombre, un inesperado aspirante a residir en 10 Downing Street. Los debates han sido limitados a la participación de tres candidatos, excluyendo injustamente a otros grupos, especialmente los nacionalistas escoceses, galeses e irlandeses.
De otra parte, es un hecho que las políticas de ajuste económico han centrado la controversia en esta campaña. Las elecciones llegan en unos momentos difíciles para la economía británica -cuyo déficit público y cuyo nivel de deuda pública resultan superiores incluso a los de la economía española- que advierten a sus ciudadanos de un sombrío e inquietante horizonte de austeridad. Los tres partidos, a este respecto, se han mostrado renuentes a precisar sus recetas que, genéricamente, se concentran en el ahorro público -recorte de los gastos sociales y adelgazamiento de las estructuras estatales- y, de manera más sutil, en la subida de los impuestos e ingresos públicos. Ciertamente, el margen de actuación es muy ajustado y las medidas propuestas por unos y otros se asemejan y se solapan con frecuencia. Por ello esa falta de definición, más allá de las grandes palabras, se ha sustituido por las acusaciones mutuas de ocultamiento de las intenciones reales de cada contendiente sobre la dirección política del futuro gobierno de Whitehall.
Nadie quiere presentarse como el mensajero de malas y dolorosas noticias por lo que la disputa se ha elevado, transmutándose hacia el tradicional debate filosófico, en torno al binomio Estado versus Sociedad.
Así, los conservadores apuestan por un Estado mínimo en una era post-burocrática y reivindican una sociedad grande, que rompa con ciertos monopolios del sector público, ofreciendo más opciones a los ciudadanos y devolviendo el poder a las comunidades locales y a la sociedad civil organizada.
El laborismo de Brown, por su parte, aligerado de los excesos del Estado providencia que Blair suprimió, aboga por la dirección del Estado en la economía, con sus reformas pertinentes para proveer mejores servicios públicos.
Los liberales demócratas, fieles a sus raíces decimonónicas -los whigs de Palmerston y Gladstone- abrazan el libre mercado pero, en políticas sociales, se sitúan en algunos apartados, tras los desmoches del nuevo laborismo, a su izquierda. No en vano, el Partido Lib Dem emergió en 1988 de la refundación liberal con una escisión socialdemócrata. Se declara el partido de los derechos fundamentales y de las libertades civiles. Su defensa de la inmigración y su apuesta por el europeísmo atrae el voto joven pero, al tiempo, le aleja del perfil tradicional del votante británico.
Debemos observar que la sociedad británica participa también de una percepción extendida: la globalización y la crisis económica han desbordado la capacidad de los gobiernos para afrontar y controlar las consecuencias de la mundialización. Es en este contexto en el que la personalidad de los líderes y la confianza que inspiran se revelan como los elementos decisivos para la opción electoral.
Gordon Brown, de quien no se niegan sus capacidades de gestión, es víctima de la finalización de un ciclo natural, representa el pasado y la fatiga de trece años de laborismo que su antecesor, Blair, lideró en sus años dorados. La última estocada le ha venido del clásico soporte mediático del laborismo, The Guardian, que ha solicitado el voto para los Lib Dem.
A David Cameron, por contra, tras la travesía del desierto conocida por su partido, con varios relevos de liderazgo, le ha correspondido subirse a la ola de la alternancia política. Predica, cómo no, el cambio: su contrato refiere su compromiso por cambios políticos, económicos y sociales. Es un político de enorme mérito que ha irrumpido con frescura, superando muchas dificultades por las resistencias al cambio de la generación de Thatcher y modernizando un partido caduco que, hace tan sólo cinco años, parecía destinado al desván de la historia porque sus votantes tradicionales se reducían a la población veterana de las zonas rurales.
Por último, Nick Clegg, la estrella indiscutible de esta campaña, es el epítome de una nueva generación: una élite transnacional, cosmopolita y multilingüe cuya imagen distante y, en ocasiones, diletante tiene dificultades de penetración sobre un cuerpo electoral que exige soluciones pragmáticas. Ha sabido acercarse con empatía a los problemas de la gente, ofreciendo un cambio que trabaja para el ciudadano. Ha competido con Cameron por trasladar una imagen fresca, moderna y resolutiva. Ha robado a Cameron el lema del cambio y a Brown el de la equidad: se ha ubicado en el centro estratégico. Ahí estriba la razón de su inesperado protagonismo en las últimas semanas. Sin embargo, Clegg enfrenta un sistema electoral que ayuda inmisericordemente a los dos grandes grupos y al dato de que solamente una reducida minoría percibe a un candidato Lib Dem como primer ministro.
La alternativa probable a la obtención de la mayoría absoluta del Partido Conservador es la emergencia de un Parlamento colgado, que obligue a negociar al partido mayor el programa de legislatura o, quizás, un gobierno de coalición. Si esto último ocurriera sería la segunda vez, desde 1929, que un gobierno se vería forzado a alcanzar acuerdos, dinamizando, de este modo, la vida política y parlamentaria. El gozne de tales acuerdos sería, sin duda, el Partido Lib Dem, cuyo protagonismo en la escena política tendría por consecuencia obligada, entre otras, la reforma del propio sistema electoral. Ello supondría una profunda renovación de la política británica y su entrada en el siglo XXI. Quizá pueda hablarse, con permiso de Giddens, del acta de inauguración de una cuarta vía en el desacreditado sistema político británico.
Hay muchos británicos que, en esta situación de grave crisis, temen un gobierno en minoría y así lo ha proclamado Cameron intentando estimular el voto útil en su favor. Otros muchos entienden que un Parlamento colgado es saludable para el sistema democrático. Dependerá, todo ello, del resultado de alrededor de 200 circunscripciones que, en la jerga electoral, se denominan marginals. Sobre ellas se concentran los llamamientos al voto táctico. Esperemos que el resultado del Partido de los Liberales Demócratas, socio de ALDE -grupo parlamentario europeo en el que EAJ/PNV se inscribe- esté a la altura de las expectativas abiertas.
En este escenario los partidos nacionalistas de Escocia y Gales han conformado el bloque céltico, un pacto de cooperación -a semejanza de Galeusca- que espera un resultado abierto que permita cambios estructurales en el sistema político del Reino Unido y favorezca sus reivindicaciones. En esa perspectiva se explica el llamamiento del SNP al voto táctico en Inglaterra a favor de los Lib Dem. Dichos partidos enfrentan, también, la polarización de la campaña en sus propios territorios. Ése es un dato evidente. Confiemos en que, a pesar de las dificultades apuntadas, nuestros partidos hermanos de dichas naciones superen con éxito la prueba electoral.