BARACK Obama no es Napoleón Bonaparte. No se equivocó el senador republicano Jim de Mint cuando dijo que la reforma sanitaria sería su Waterloo. Sin embargo, erró en la elección de bando. Obama ganó como lo hizo en su día el Duque de Wellington, al frente de las tropas de la Séptima Coalición. Cuentan que durante el desayuno antes de la decisiva batalla, Napoleón dijo a sus comandantes: "Vuestras derrotas ante Wellington hacen que le consideréis un gran general. Bien, os digo que es un mal general, que los ingleses son malos soldados, y que ganaremos antes de que se enfríe mi desayuno". Eso mismo creyeron los republicanos cuando su candidato, Scott Brown, ganó el pasado enero el escaño de Ted Kennedy en el Senado y provocó la pérdida de la supermayoría de los demócratas.
La reforma de la sanidad peligraba. La oposición recuperó con Brown el arma más obstruccionista del parlamentarismo estadounidense, el filibuster, que permite a un solo congresista bloquear o evitar una votación por tiempo indefinido. Eso hizo reaccionar al presidente, que durante los dos últimos meses ha sacado toda su artillería para conseguir la aprobación. Durante el año que ha durado el debate, Obama estuvo siempre a un lado, dejando trabajar a los congresistas y sólo interviniendo para apagar los polvorines que estallaban a medida que iba avanzando la reforma. Extinciones como cuando en septiembre salió para desmentir que la nueva ley crearía tribunales de la muerte. Pero su estrategia no era suficiente y la derrota en Massachusets fue el aviso definitivo.
Obama contraatacó al filibusterismo con otra arma parlamentaria. El presidente y su partido decidieron utilizar el método de la reconciliation instruction, que crea uno o varios comités en orden a llegar a un punto en común respecto a una reforma legal. Esta técnica parlamentaria permitía al Gobierno hacer cambios en la reforma sanitaria aprobada el pasado diciembre en el Senado con tan sólo una mayoría simple (51 de los 59 senadores que tienen ahora los demócratas). Con ello, Obama consiguió que los diputados de la Cámara de Representates renunciaran a su reforma, que contenía la ansiada opción pública, y aprobaran la del Senado sin hacer cambios. La hábil maniobra ha permitido el primer gran triunfo de la presidencia de Obama, que recupera su halo de cambio tras meses de baja popularidad.
Hace 200 años, cuando el Duque de Wellington ganó en Waterloo, lo hizo con la estimable ayuda del mariscal del ejército prusiano, Gebhard Lebercht von Blücher. Sin él, Wellington no hubiera lanzado el ataque. Nancy Pelosi ha sido el Von Blücher de Obama. "Tenemos la mayoría", dijo la líder de la Cámara al presidente. "Nunca tendremos un mejor mayoría en tu presidencia como la de ahora. Podemos conseguir que esto funcione". A pesar de ser la cabeza de la institución más desprestigiada del país, Pelosi supo convencer con perseverancia a los suyos. Su astucia, sus 23 años de experiencia y su convicción en la victoria hicieron resucitar una reforma que muchos consideraban muerta. Pelosi no descansó y recorrió todos los pasillos del Capitolio a la búsqueda de demócratas indecisos hasta conseguir el número mágico de 216 votos. Gran parte del éxito es suyo y Obama lo sabe.
Por el contrario, esta derrota de los republicanos sí puede significar su Waterloo, y alargar su exilio del gobierno. Los demócratas recuperarán adeptos cuando los ciudadanos empiecen a ver los beneficios de la reforma. De hecho, algunos cambios importantes se empezarán a ver en tan sólo seis meses: como la posibilidad de que los padres puedan incluir a sus hijos en un plan médico familiar hasta que cumplan 26 años (ahora sólo pueden hacerlo hasta los 19 años) y la prohibición a las aseguradoras de rechazar a niños con condiciones médicas preexistentes. Una prohibición que se ampliará en 2014 a todos los ciudadanos adultos con la misma situación.
Este año se conseguirá el gran hito de la reforma: 32 millones de ciudadanos sin seguro médico tendrán garantizada la atención, con lo que Estados Unidos se desprende del bochornoso lastre de ser el único país desarrollado sin sistema sanitario universal. Un gran paso comparable a la Gran Sociedad del presidente Johnson, que en 1965 aprobó los programas Medicare y Medicaid para la gente mayor y los pobres. Algunos demócratas han llegado incluso a proclamar que la reforma sanitaria es la ley de los derechos civiles del siglo XXI.
Sin embargo, quizás les ciega la euforia. No hay rastro en la reforma de la opción pública, su estandarte al inicio del debate. Además, más de 15 millones de inmigrantes ilegales seguirán estando desprotegidos. Los Estados Unidos no se encaminan hacia al socialismo, como gritan algunos republicanos y los seguidores del Tea Party. Y lejos está del modelo que hay en Euskadi, en el Estado español o en la mayoría de los países europeos. La opción pública no cuajó porque los estadounidenses están en contra de un sistema sanitario gestionado por el gobierno, similar al europeo, que consideran deficitario. Así pues, la sanidad estadounidense seguirá en manos privadas, aunque con más ayudas públicas. Además de Medicare y Medicaid, habrá subsidios para gente que no pueda sufragarse un seguro médico.
En cualquier caso, los tambores de guerra de la oposición no han cesado. Los republicanos ya se han agarrado al clavo ardiendo de los defectos de forma para obligar a repetir la votación -pese a que es más que probable que se repita el resultado- y demuestran de partida que van a luchar contra la reforma: diez gobernadores de su partido quieren denunciar al Estado federal por usurpar sus competencias. Están convencidos del fracaso de la reforma porque saben que la mayoría de los ciudadanos está en contra o es escéptica en cuánto a sus beneficios. O lo creen. La última encuesta de Gallup ya parece invertir la tendencia. Pero en cualquier caso, los republicanos van a bombardear con una batería de mensajes negativos. Para ellos, la reforma sólo creará más déficit y más impuestos.
Este es el precio que deberá pagar Obama al desistir de su lucha por una reforma bipartidista. El presidente ha renunciado a una de sus grandes bazas de cuando se presentó en las elecciones en 2008. Obama se ha dado cuenta que no puede romper con la polarización que vive el país porque Estados Unidos sigue teniendo dos filosofías de Estado muy diferentes. Y esta situación hace su victoria vulnerable y augura un futuro lleno de complicaciones.
Pero contrariamente a cuando los demócratas perdieron en 1994 la mayoría en el Congreso, tras la reforma fracasada de Bill Clinton, y se presentaron ante su electorado con las manos vacías; ahora, si juegan bien sus cartas, pueden minimizar la derrota que todas las encuestas les vaticinan en noviembre. Una derrota que sin embargo no sería nada extraña: todos los partidos de los nuevos presidentes han perdido congresistas y senadores en las elecciones realizadas a medio mandato.
Obama y sus correliginarios de partido deberán convencer a sus ciudadanos que la reforma es beneficiosa y necesaria porque va a reducir el déficit sanitario. Un mensaje que los republicanos no se cansarán de desmentir. En Estados Unidos nadie quiere ser Napoleón.
* Periodista