El obispo Munilla, ¿un diseño político-religioso?
POR fin, ya tenemos nuevo obispo en Gipuzkoa, monseñor Munilla. Un aterrizaje por cierto con abundante papel couché mediático al uso, catedral abarrotada y autobuses de aquí y de allí. Pues bien, visto lo visto, y oído lo oído, intuyo con cierto temblor en las canillas que la España profunda de charanga y pandereta, frascuelo y sacristía de hoy, está por resurgir una versión renovada del nacional-catolicismo -como bien escribe Josu Erkoreka en su blog- que emulando a los Reyes Católicos pretendería reunificar los reinos de la España imperial bajo la égida del catolicismo, uniendo una vez más política y religión, religión y política para evitar la ruptura de destino común de aquella fenecida ya (¿?) España Grande y Libre.
Pero es bueno recordar. Recordar que la Diócesis de Donostia-Gipuzkoa publicó en 1999 un documento denominado Una Iglesia al Servicio del Evangelio que vino a sentar las bases de la Iglesia guipuzcoana. Se proponía en el documento un modelo de Iglesia que saliera al camino de los que más pudieran necesitarla y con vocación de ayudar a los más desfavorecidos de la sociedad. En él se hacía un diagnóstico de la sociedad guipuzcoana y se daba cuenta de un futuro más digno, justo y feliz para todos. Se reiteraba la voluntad de estar junto a los que sufrían con una actitud humilde y autocrítica e inspirada en la actuación del mismo Jesús. Se apostaba por escuchar los interrogantes y problemas del ciudadano de hoy, apoyándose no en los medios de poder sino en la denuncia de la injusticia.
Pues bien. Con todo el debido respeto personal a monseñor Munilla -quede ello claro antes de cualquier otra consideración que paso a manifestar- quiero indicar en primer lugar que procedo a escribir estas líneas desde la más radical discrepancia con su reciente nombramiento. Y lo hago con todas las contradicciones personales reconocidas por quien escribe estas líneas, pero profundamente molesto por la bastarda manipulación sistemática que me produce parte de la derecha más extrema española, y sus medios, cuando pontifican sobre la supuesta ambigüedad y equidistancia mantenida entre asesinos y víctimas, cuando no del indisimulado sectarismo y beligerancia nacionalista, de los anteriores obispos Setién y Uriarte, amén del conjunto de los obispos vascos supuestamente afines al nacionalismo (vasco, por supuesto). Escribo estas líneas bien harto de las decisiones políticas disfrazadas de eclesiásticas, basadas estrictamente en supuestas religiosidades evangélicas de la Conferencia Episcopal Española. Y escribo porque me es difícil ser indiferente ante el último dislate político-ideológico-religioso: la bien calculada llegada política-evangélica del obispo Munilla a Gipuzkoa. Quisiera afirmar que me resulta realmente muy difícil, por no decir completamente imposible, reflejarme ante la iglesia oficial, ante la estructura y jerarquía de la Conferencia Episcopal Española de Rouco, es decir, ante la superestructura y jerarquía de los que no dicen la verdad, de los que hacen política partidista a pie de tierra, de los que manipulan con sabida impunidad, de los que calumnian y difaman, de ricos y poderosos fácticos.
Me resulta realmente imposible poder reflejarme en la jerarquía de una iglesia católica española que anunció el 28 de octubre de 2007, la beatificación de 498 mártires anunciando que en el futuro presentaría bastantes cientos más de beatificaciones, todas ellas del mismo color político en vísperas de la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica. Una jerarquía que se oponía, y opone, a dicha Ley por entender que reabre viejas heridas de la Guerra Civil. ¿Pero cómo poder creer en una jerarquía beligerante, que junto con el Vaticano, se olvidaba de los sacerdotes vascos nacionalistas asesinados a manos de los golpistas cuando su no mención olía a castigo vengativo y a intento de manipular la historia?
Sí, en cambio, creo poder creer, y creo que me reflejo con todas mis contradicciones, en la iglesia comprometida de Luther King, de Oscar Romero, de Casáldiga y de Ellacuría, de Setién y de Uriarte, de Leonardo Boff, de Ernesto Cardenal y de Küng. Hablo también, cómo no, de Aitzol y de Martín Lecuona, curas vascos, nacionalistas vascos ellos, y comprometidos con sus lugareños, fusilados ante los paredones por los golpistas del 18 de julio del 36. Yo creo poder creer, y por ello creo que creo y que me reflejo en aquella iglesia de aquel Jesús que hermanaba fe y justicia, evangelio y liberación, religión y emancipación. Sí, creo poder creer y reflejarme en esa Iglesia de aquel Jesús de Jerusalén y de Nazareth, un Jesús por cierto al que no veo en los boatos del Vaticano de Roma y menos en la reunión de la Conferencia Episcopal Española. Yo, en esa iglesia de oropeles y rojigüaldas que se permite mentir sobre las legítimas ansias de autogobierno de muchas personas, fieles y pueblos, no puedo, ni quiero creer, ni reflejarme. Creo creer en la iglesia, hombres y mujeres, de aquel Jesús crucificado por escandalizar lo establecido y lo políticamente correcto, un Jesús confrontado y enfrentado radicalmente a sus mismos compatriotas judíos colaboracionistas e hipócritas. Creo creer, y reflejarme, en aquella iglesia del que apostó por un mundo mejor y por la igualdad de la mujer, en aquella iglesia del que proclamó la solidaridad, la justicia, la libertad, la alegría, la igualdad, la fraternidad, el optimismo y la vida plena. Creo poder creer, y reflejarme, en la iglesia de aquel que se decantó por los perseguidos, pobres, oprimidos y marginados. Creo que creo en la iglesia de un Jesús bueno, rebelde, inconformista, justo vital, alegre, que habló de libertad, de alegría, compromiso y futuros compartidos. Creo poder creer en la iglesia de un Jesús que iguala radicalmente, y sin tapujos ni mojigatas reservas, a todos.
Y sí sé en lo que no me reflejo, ni creo. No creo, ni puedo hacerlo, en los actuales riquezas obscenas del Vaticano, escandaloso insulto diario ante los miles de niños que mueren diariamente de hambre a lo largo y ancho del mundo. No creo en la iglesia de los cardenales inquisitoriales, castradores de uno mismo, de su ser y de la historia. No creo ni me interesa la iglesia jacobina y centralista de la Conferencia Episcopal Española de Rouco, no creo en la iglesia de los poderosos que apuesta en dirección contraria a la de aquel Concilio Vaticano II impulsada por aquel audaz y valiente Papa Bueno llamado Juan XXIII. Con todos los respetos, no me interesa en absoluto la iglesia de las cúpulas que han decidido que monseñor Munilla es el adecuado para meter en la cintura de la normalidad a la indómita iglesia vasca, aprovechando ésto del llamado cambio político en marcha. Quiero creer que acierto en lo que creo que creo, y ello desde la discrepancia con el nombramiento del nuevo obispo al que reitero mi respeto.
Pero me temo que todavía veremos otros capítulos, capítulos que se vivirán en Bizkaia con el futuro nombramiento de Mario Iceta y el cambio en el obispado de Álava con la jubilación de su actual responsable. En Navarra, ya hace tiempo que nos visitó un capellán castrense, el Arzobispo Francisco Pérez González. Me temo que a partir de hoy se endurecerán el control y la censura de cualquier intento progresista y de cualquier atisbo nacionalista (vasco). Y me temo también que, desde hoy, la voluntad y el esfuerzo para lograr una Iglesia vasca van a encontrar una oposición sistemática, en palabras del profesor de teología Félix Placer publicadas en este medio. También para mí, el obispo Munilla, y los nombramientos que le seguirán, son el símbolo de una batalla hoy ganada por los sectores más conservadores de la Iglesia y de la política, española, contra el supuesto desvío intelectual y moral de quienes defendemos el derecho democrático del Pueblo Vasco a dibujar de su puño y letra su legítimo y propio discurrir en la larga historia de pueblos y naciones.
Y de las clarividentes opiniones terreno-espirituales expresadas por el nuevo obispo con respecto a la espantosa tragedia que sin piedad asola Haití, y haciendo un ejercicio de sensatez por mi parte, me abstengo de expresar lo que realmente pasa por mi mente. Amen.