En pleno agosto, mis sobrinas me regalaron un décimo de lotería de Navidad. Y de repente me quedé pensando… ¿Navidad? Pero si casi aún siento las uvas de Nochevieja en la boca. Apenas hemos dejado atrás el verano, y sin embargo, las señales de que el año se desliza rápidamente hacia su fin ya están por todas partes. En nada, los peques volverán a la ikastola con mochilas nuevas, nerviosos y emocionados. Empiezan los propósitos de septiembre –apuntarse a inglés, volver al gimnasio, organizar mejor el tiempo– como si la llegada del nuevo curso fuera un reset en nuestras vidas. Y cuando menos lo esperemos, en los supermercados estarán colocando polvorones, turrones y todos esos dulces que nos anuncian que otra Navidad está a la vuelta de la esquina. (De hecho, todavía tengo algunos del año pasado sin tocar en el armario). Parece que el tiempo se acelera, como si la vida pasara corriendo delante de los ojos, y solo pudiera quedarme mirando, sin alcanzar a seguir el ritmo. Y me pregunto: ¿voy demasiado deprisa yo, o es la vida la que vuela? Quizás sea eso… la vida va rápido, demasiado rápido. A veces se me olvida que lo único que realmente puedo hacer es vivirla más despacio, con más consciencia, intentado enfadarme menos, relativizando y disfrutando cada instante sin que se me escape. Esos son mis propósitos.
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