Lo de Cerdán no sorprende. Lo que sorprende es que aún nos sorprendamos. Que un político se vea salpicado por casos de corrupción en la política española es como que llueva en Bilbao: más rutina que novedad. Pero lo de Santos Cerdán, el electricista reconvertido en fontanero mayor del reino socialista, tiene un regusto especial. Porque si algo sabíamos del navarro era su pericia para moverse entre bambalinas, colocando piezas, haciendo llamadas, tejiendo alianzas. Lo que no sabíamos -aunque deberíamos haberlo intuido- era que entre maniobra y maniobra podía haber algo más que ideología. Aquí no se trata solo de sobres con dinero ni de favores a dedo. Lo que el caso Cerdán desnuda, si uno rasca un poco, es el viejo andamiaje de poder que sobrevive al color del partido. Que da igual si ondean la rosa o la gaviota: el sistema es el mismo. Lo único que cambia es el logotipo del chiringuito. Mientras tanto, en el Congreso, todos se indignan selectivamente. Los de enfrente piden dimisiones con la boca llena, olvidando que la Gürtel, Púnica o Kitchen, por citar solo algunos, no fueron episodios de Black Mirror, sino parte de su currículum vitae. Y los de dentro, los del partido de Cerdán, miran al techo, hablan de “presunción de inocencia” como quien recita el Padrenuestro, y cruzan los dedos para que el temporal pase antes de las elecciones. ¿Y la ciudadanía? Pues anestesiada, claro.