Fue la hebrea Hallelujah, de Gali Atari y Milk & Honey, allá por 1979 y rayada hasta la saciedad en el tocadiscos de casa, la que me fanatizó por el festival. Mismas raíces que casi me empujan a que el televisor acabara el sábado por la ventana. Estas líneas estaban preparadas para oficiar el funeral del certamen, exequias fruto del entreguismo de Martin Green y Martin Osterdahl, capataces de la UER, hacia Israel por aquello de que Moroccanoil, empresa israelí de cosméticos afincada en Nueva York, les insufla millones de euros por su patrocinio. Tal dirección ha convertido Eurovisión, que no escapa al contexto internacional, en un arma de propaganda del Estado genocida, arropado por ultras y la derecha (la española a la cabeza) en su cruzada antiwoke. Pues les vamos avisando: que pierdan toda esperanza. Ellos, y quienes usan el evento para rellenar módulos y ganarse el sueldo. Eurovisión fue hasta ahora refugio de libertades, un entorno capaz de crear comunidad, lazos entre gentes que ni siquiera necesitan proximidad para forjar familiaridad. Un evento al que muchos nos entregamos los otros 364 días escudriñando los procesos de toda Europa si con ello aportamos algo en alguien. Gestado como puente de paz tras la II Guerra Mundial, les rogamos que vuelvan a sus cavernas o Parlamentos. Porque la música sigue sonando. Como en aquel himno de Toto Cutugno en 1990: Insieme, unite, unite, Europe! isantamaria@deia.eus