Admitámoslo. A su edad éramos de potes kilómetro cero y partido en tele de tubo con la pantalla ahumada en una tasca local. Nada de irte de cervezas a pubs escoceses para ver un encuentro en vivo y en directo en Glasgow.

Lo primero, porque no te llegaba para los billetes de avión aunque juntaras la recaudación de la hucha txikitera y los ahorros de todos los de la barra. Ahora, en cambio, te puede salir más barato un vuelo a Pernambuco ida y vuelta que unos viajes con los críos en las barracas. Eso sí, tienes que llevar la muda envasada al vacío en el bolso y a los hijos liofilizados para que quepan en los asientos, pero tampoco hay que ponerse tiquismiquis.

El caso es que cuando un joven te dice: “Voy a ir con los amigos a...” te tensas porque no sabes si el destino es Pozas o Eslovenia. Nosotros quedábamos con los colegas en el garito de siempre y de un fin de semana para otro porque no había móviles y, si me apuras, ni inalámbricos, así que evitabas llamar a toda costa para no tener a un hermano escuchando y tocándote los pelendengues. Entonces el mayor planazo era del tipo ir a fiestas de Portu y, ya en plan ambicioso, echar dos días en un camping a tiro de piedra. Estos son más de Airbnb.

Qué tiempos aquellos en los que jóvenes y mayores coreaban goool... zurito en mano, en plan encuentro intergeneracional. Al cerrar el del bar te regalaba los pintxos. Desperdicio cero. Para quitarse la txapela.

arodriguez@deia.eus